Nostalgias imperiales
Vox trata de proclamar lo que la mayoría quiere oír, y arrogarse el papel de “pueblo” en lucha contra las “élites”. En su cruzada no importan los cambios de opinión: lo que importa son los votos, el camino al poder
Hay quien mira el presente con ojos de futuro, y contempla su tiempo desde el porvenir: son los grandes adelantados, los profetas, los soñadores de utopías. También hay quien mira la realidad con ojos de pasado y hace de su defensa una cruzada. Y ya se sabe que en la guerra —como en el amor— todo está permitido. Además, la democracia otorga la libertad y la palabra.
El nombre de Vox sintetiza en una sílaba sus contradicciones. Su programa afirma que es “la voz de la España viva”, pero se nombra con una lengua muerta y romana. ¿Quiere celebrar acaso la poesía de Virgilio? ¿O tal vez añora el imperio que dominó Hispania durante siglos? ¿O quizá lo que añora es un tiempo de misa latina, cuando la gente debía acatar sin comprender lo que decían sus sacerdotes? Se nombra en latín para defender el castellano, y cuestiona la defensa de las lenguas cooficiales. ¿Nacionalismo contra nacionalismo? ¿No sería preferible en ambas partes un universalismo integrador que tienda puentes? Por ejemplo, también, que en nuestras universidades de territorio no bilingüe se incluya el estudio del catalán, gallego y euskera —con sus literaturas— junto con las otras lenguas ofertadas. No es ninguna ocurrencia, ya sucede algo así en la Universidad Complutense de Madrid. Por cierto, de ese imperio español que añora Vox merece memoria su empeño constante en el acercamiento a las otras lenguas. Una muestra: cómo en el XVIII el dominico Francisco Ximénez, estudioso del quiché, el cakchiquel y el tzutujil, logró rescatar del olvido la biblia maya, el más deslumbrante de los textos precolombinos conservados.
Pero Vox prefiere acercarse a quienes buscan hacer de Madrid la capital del español. Como si una lengua no fuera un océano sin centro y en movimiento incesante, por donde pueden circular todas las palabras, también las de otras corrientes marítimas. Y que ha encontrado un nuevo siglo de oro lejos de ese centro, en las literaturas que desde la periferia nos regalaron tantos nombres, de Benito Pérez Galdós y Rubén Darío a Jorge Luis Borges, Federico García Lorca, Alejandra Pizarnik o Roberto Bolaño. Curiosamente, fue un editor catalán exiliado, Bartomeu Costa-Amic, quien publicó en México la obra maestra del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, El señor presidente, que lo llevaría a obtener en 1967 uno de los seis premios Nobel de Hispanoamérica. También publicó allí a los clásicos catalanes: no renunció a la riqueza de su bilingüismo. Y el célebre boom, que en los años sesenta internacionalizó las letras hispánicas del continente mestizo, fue impulsado por la editorial catalana Seix Barral como protesta al centralismo lingüístico del régimen, como relata José Donoso.
La contradicción del nombre de Vox es también una seña de identidad de su política populista: se trata de proclamar lo que la mayoría quiere oír, y arrogarse el papel de “pueblo” en lucha contra las “élites” —los representantes legítimos elegidos en las urnas—. Y no importan los cambios de opinión en su cruzada. Puede exigir un estado de alarma para estar en vanguardia de las soluciones, y luego denunciarlo como secuestro, para complacer a la mayoría descontenta por la pandemia. Y pide despolitizar la justicia, politizándola. Así es la demagogia y lo que importa son los votos, que son el camino al poder.
En esa lucha heroica no faltan símbolos. El líder de Vox se hizo fotos con un casco de conquistador, y después fue a México. Allí saludó eufórico a los “mejicanos” desde un tuit que concluía: “¡Viva Méjico!”. No sabía aún que México se escribe con X, un arcaísmo ortográfico que rinde tributo a su origen náhuatl, lengua en la que significa “lugar en el ombligo de la luna”. Tal vez los de Vox aún no saben mucho de ese imperio que desean refundar, y que llaman “iberosfera”. Ahí incluyen a los lusófonos, quizá porque eso los acerca a Jair Bolsonaro, también populista, como Matteo Salvini, Marine Le Pen, Viktor Orbán o Donald Trump, que han usado la democracia para imponer su mensaje monolítico. Pero hay un antes y un después de la toma del Congreso estadounidense por el trumpismo. Hitler parecía un inofensivo pintor frustrado, se coló en el poder a través de las urnas y lo demás lo conocemos. Aunque a Vox no le gusta que lo vinculen con el neofascismo, que tiene mala prensa. Por eso su nombre es aséptico, opaco. Esa voz latina no está formada por siglas, pero podría estarlo. Vox se escribe con v de violencia, con o de odio, con x de xenofobia.
Con V de violencia, por muchos motivos. Santiago Abascal se ha jactado de llevar armas, y Javier Ortega Smith se dejó grabar disparando con fruición contra supuestos enemigos. El programa de Vox pide un “despliegue militar en las fronteras de Ceuta, Melilla y Canarias”, aunque ya Ceuta declaró a Abascal persona non grata, y fracasó su visita a las islas, donde le recibieron con carteles que decían “Fascistas fuera de Canarias”. El partido practica además la violencia verbal contra todo el arco parlamentario sin atender a la debida ejemplaridad de los políticos, y llama “derechita cobarde”, “ecolojetas de la religión climática”, “narcocomunistas”, “socialdelincuentes” y “criminales” a los representantes de la democracia española, además de cuestionar las autonomías —que quisiera suprimir, junto al Senado—, la ciencia —el pasaporte covid le parece tiránico—, la prensa libre —veta a periodistas no afines—, el ecologismo —lo ve contrario a proyectos económicos lucrativos— y hasta Europa, a la que considera “totalitaria”, que es justamente la acusación que Vox recibe cada día.
Con O de odio y X de xenofobia, además. Para Vox no somos todos iguales, a pesar de que el supremacismo es anticonstitucional: ataca los derechos de las mujeres, la comunidad LGTBI y los inmigrantes, y se declara católico aunque ignora principios elementales como la piedad o la caridad hacia los refugiados, además de excluir la libertad de culto y condenar otras religiones. Odia el feminismo y condena sus conquistas, y también la ley de memoria histórica y democrática. Y siembra bulos como el de acusar a las Trece Rosas —trece muchachas fusiladas por el franquismo— de torturar, asesinar y violar.
Dicen los de Vox que hay que olvidar el pasado franquista, pero insisten en recordar el terrorismo de ETA —que ya no existe—. Y agitan el odio a un supuesto comunismo igual que hicieron tantos dictadores, como Batista, Pinochet, Trujillo o Franco. Y como viven en el pasado no saben aún que el PC de España, con el de Francia y el de Italia, se desmarcó del modelo soviético hace décadas: podrían leer al menos el diccionario de la RAE, eurocomunismo no está en latín.
Mientras Vox enarbola lemas anacrónicos y se niega a condenar el franquismo, en sus manifestaciones hay saludos fascistas y se escucha el Cara al sol. Hay vínculos claros entre la fundación Francisco Franco y Vox, en cuyas filas hay exgenerales que defienden al tirano, y que celebró con el tuit “Ya hemos pasao” sus resultados en Madrid. A nuestra juventud no se le ha enseñado lo que fue el franquismo, y recibe el bombardeo de tuits de Vox sin que se tomen medidas. Pero ocurre que la democracia puede defenderse: ahí está el modelo de Alemania, donde derechas e izquierdas se ponen de acuerdo con menos problema que en nuestro país. En su Código Penal se castiga con hasta cinco años “aprobar, negar o banalizar” cualquier acción cometida bajo el régimen nazi. La paz y la tolerancia que soñó Erasmo para Europa merecen decisiones urgentes.
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