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tribuna
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Qué fácil es redactar los Presupuestos Generales del Estado desde el sofá

La cultura de la queja, alérgica a los matices, se sustenta en el sagrado principio de echar balones fuera y responsabilizar a cualquier otro, excluyéndose a uno mismo

Una persona navega por la red social Twitter.
Una persona navega por la red social Twitter.Unsplash
Laura Ferrero

Uno. Tengo un vecino que se levanta todos los sábados temprano y rastrilla la arena de su jardín japonés. Al principio, aquel ruido monocorde me molestaba y poco me faltó para salir a quejarme. Es cierto que después, sobre todo durante los meses de la pandemia, terminé acostumbrándome y ahora, el ruido, que se ha convertido en un rumor, me acompaña. Un día, no hará mucho, salí al balcón, que se levanta a escasos metros de su impoluto jardín de grava y arena y, con prisas, colgué las sábanas en el tendal de cualquier manera. Desde los bajos del edificio, mi vecino me observaba. De repente oí su voz por primera vez: “Disculpa”, dijo. Pensé que se disponía a quejarse por algo que hubiera hecho yo —la cena del día anterior, ¿quizás?— y ya me vi sacando a relucir el tema de pasar el rastrillo a horas intempestivas. La mejor defensa es un ataque, y qué mejor ataque que una queja: “Pues mire que usted…”, empecé a adelantarme mentalmente. En silencio, esperé sus palabras: “Un truco: las sábanas se te van a secar mejor así”. Me dio unas instrucciones rápidas y sencillas y añadió: “A mí me lo enseñó mi madre”. Sonrió, pacífico, y desapareció puertas adentro. Desde entonces, siempre que cuelgo las sábanas miro hacia abajo a ver si aparece mi vecino para decirle que tenía toda la razón.

Dos. Me dejé el ordenador en un taxi. Un ordenador nuevo. Despídete de él, me dijeron con sorna. ¿Y además es paquistaní? Es que hoy ya ni taxis se puede coger tal y como está todo. A través de la copia del pago con tarjeta logré contactar con el taxista y, a los diez minutos, el chico apareció donde me había dejado y me entregó el bolso con mi flamante ordenador. Insistí en pagarle, pero no quiso. Al menos la carrera, volví. Pero se negó rotundamente una y otra vez, y pensé en eso: es que hoy ya ni taxis se pueden coger. No sé ni siquiera su nombre, pero desde aquí: gracias.

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Tres. “¿Tienes prisa?”, me preguntó la mujer que iba justo delante de mí en la cola del supermercado. “Es que he escuchado tu conversación, perdona”. Y me tragué la vergüenza de llevar diez minutos despotricando sobre la gente que había en el súper, sobre la lluvia, sobre aquel proyecto que no me había salido. “Pasa, de verdad, que yo tengo tiempo”. Lo peor es que ni siquiera me negué.

Esta quería ser una columna para hablar de la cultura de la queja. Pero uno siempre escribe para contar otra cosa, así que valga este largo paréntesis en forma de lista para pensar, por ejemplo, en aquel que inmerso en un atasco infernal, se queja del tráfico. Como si el tráfico solo fueran los demás. O en el que se indigna del gentío en Gran vía, que es el mismo que, ante nuestras ciudades vacías de la pandemia, ponía el grito en el cielo por encerrarnos a cal y canto. También está el que se queja de las redes y resulta que vive ahí, en las redes, el que habla de la crispación y está todo el rato crispado, a la greña. O aquellos que atribuyen el éxito ajeno a secretas artimañas y no se atreven a preguntarse a sí mismos por qué no habrán cosechado ese mismo éxito. O el que dice que la culpa es siempre de Colau, o de Sánchez, o de Almeida. Pero los nombres son intercambiables porque la cultura de la queja no entiende demasiado de ideologías, sino que consiste en estar sentado en un sillón mullido y cómodo desde el que es fácil dirigir el país, escribir el discurso de los Goya, marcar el penalti decisivo, llegar a Hollywood o redactar los Presupuestos Generales del Estado.

La cultura de la queja, adictiva y facilona, alérgica a los matices, y tan extendida ahora gracias en parte a las redes sociales, puede llevarnos a pensar que la vida es como Twitter, un patio del colegio en el que solo dos son los que gritan, pero solo a ellos se les da voz. Ergo, todos gritan. Una cultura del mínimo esfuerzo que tiene algo, o mucho, de victimista, y que se sustenta en el sagrado principio de echar balones fuera y responsabilizar a cualquier otro, excluyéndose, claro, a uno mismo. Faltaría más: porque nunca somos el tráfico ni la gente que abarrota la Gran Vía.

La queja tienta porque es inmovilista y no pide nada a cambio. No compromete ni entraña responsabilidad de ningún tipo. Su simplicidad nos seduce. A veces me esfuerzo en recordar esas sábanas que ahora sé doblar, o pienso en mi ordenador intacto y los absurdos lamentos en la cola del supermercado. Todo pudo haberse quedado en queja, suerte que la realidad es terca y te pone rápido en tu sitio. Pero desde aquí un deseo. O no, mejor una afirmación: podemos habitar un espacio alejado de la confrontación permanente. Si solo quisiéramos hacerlo, ¿verdad?

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