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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desvivirse por la lengua

En la vida de las lenguas intervienen muchos factores, pero ninguno es tan decisivo como la voluntad de quienes la hablan y su capacidad para hacer atractivo su uso de la lengua

Una clase de catalán en la escuela Sant Cosme y Sant Damià, en el Prat de Llobregat, Barcelona.
Una clase de catalán en la escuela Sant Cosme y Sant Damià, en el Prat de Llobregat, Barcelona.TEJEDERAS
Lluís Bassets

Todo desaparecerá. También las lenguas que hoy conocemos. Unas muy pronto, como sucede con esas lenguas con apenas un puñado de hablantes, y otras más tarde, como sucederá con todas las otras, incluso las que cuentan hablantes en centenares de millones, como sucede con el inglés, el chino o el español. Ya son ganas angustiarse por el futuro de las lenguas. Y sobre todo, si no nos angustiamos suficientemente por el presente de sus hablantes, que son los que de verdad hacen vivir a las lenguas.

Si el catalán ha sobrevivido a los avatares a veces trágicos de la historia es, ante todo, porque sus hablantes han seguido hablando en catalán a sus hijos y sus nietos y han sabido utilizar la lengua para crear una cultura del máximo nivel. Ciertamente, en la vida de las lenguas intervienen muchos factores, pero ninguno es tan decisivo como la voluntad de quienes la hablan y su capacidad para hacer atractivo su uso.

Otros factores contribuyen, pero hay que ponderar con prudencia su papel en la vida de las lenguas. El más evidente es el demográfico: las lenguas desaparecen cuando desaparecen sus hablantes. Porque emigran del lugar donde se hablan y luego las olvidan o porque tienen cada vez menos hijos y nietos a quienes hablarles en su lengua. Porque quienes llegan sin hablarla no se sienten motivados para hacerlo. También cuentan los económicos: no hay mejor estímulo para hablar una lengua que encontrar con su uso un puesto de trabajo o la oportunidad de comerciar o hacer negocios. Y los políticos, naturalmente: las lenguas oficiales se hallan mejor defendidas, aunque su defensa por un Estado propio no constituye garantía alguna de supervivencia: el caso de la decadencia del gaélico oficial en la República de Irlanda, totalmente anglófona, constituye el ejemplo paradigmático.

Los nacionalismos lingüísticos no son buenos para el futuro de las lenguas que dicen defender. Lo fueron en el pasado, en el siglo XIX principalmente, en la época de la primavera de los pueblos europeos, y más tarde, en el XX, en la época de la descolonización. Pero también en aquellos casos fue la voluntad de los hablantes, su capacidad para usar su lengua y para hacer grandes cosas con ella, teatro, literatura, cine, lo que les ha dado vida, más que la política. La subvención y la coerción pueden servir momentáneamente para salir del paso, pero a la larga perjudican más que ayudan, a menos que traspasen el umbral de las políticas aceptables y se conviertan en instrumentos de división social, de secesión e incluso de limpieza etnolingüística, como la que hemos visto en numerosos conflictos y guerras entre nacionalismos.

Espontáneamente, hablamos las lenguas que nos ayudan a vivir y rechazamos las que se nos imponen. Antaño bastaba con una, pero en el mundo globalizado de hoy vivimos mejor cuantas más lenguas somos capaces de hablar y escribir y no digamos ya si además somos capaces de crear obras artísticas y literarias con una o más de una. Las lenguas no tienen ideología, y cuando la tienen debemos empezar a preocuparnos por su futuro. Si una lengua se identifica con una causa partidista, sabemos que automáticamente los enemigos de esta causa atribuirán a la lengua los defectos de la causa. Estamos aviados, o aviada está la lengua, si su futuro depende de que cuente con un Estado independiente en forma de república después de atravesar siglos sin Estado, sin independencia y casi siempre con monarquía, salvo dos efímeras y bellas experiencias republicanas que poco pudieron hacer por la lengua y la dictadura franquista que hizo todo para liquidarla pero consiguió exactamente lo contrario.

Todas estas reflexiones quedan pasmadas ante el argumento aparentemente definitivo y presentista, sin referencias a la historia ni al futuro, esgrimido por algunos de los hablantes, que reivindican el derecho a vivir su vida entera en catalán, cosa que ahora consideran imposible ante la presencia abrumadora de una lengua global como el castellano. En Cataluña, en catalán, como en Francia en francés. Subyace en esta actitud un argumento central en buena parte de un cierto pensamiento nacionalista, que no parte solo de la recuperación de un pasado normalmente idealizado como suele suceder con todos los nacionalismos, sino sobre todo de algo todavía más nebuloso como es el pasado que no fue pero pudo ser, es decir, de una mera y remota hipótesis.

Según esta concepción, que fue recogida por el texto del Estatut, solo el catalán es la lengua propia de Cataluña, de forma que el castellano es la lengua impropia, a la que hay que tratar en la enseñanza como lengua extranjera, la primera y más destacada, ciertamente, pero igualmente extranjera, como el francés o el urdú. La inmersión lingüística, acertado método para adquirir una lengua mediante su uso intensivo por parte de los alumnos recién llegados al país, sumada a la sabia exclusión de un doble circuito de enseñanza en los primeros pasos de la autonomía conseguido por la izquierda, se ha convertido así en el proyecto de una enseñanza monolingüe en catalán, que es la que es objeto de litigio y de obstaculización en los tribunales.

Afortunadamente, esta ecuación solo funciona de forma generalizada sobre el papel, aunque ha permitido construir bolsas de monolingüismo en numerosos puntos del territorio catalán, donde queda casi satisfecha la reivindicación de una vida solo en catalán, sin la desagradable presencia del castellano. De la defensa irracional de estos enclaves por parte de una elite dogmática surge el conflicto, cuyas consecuencias no han sido capaces de ponderar en toda su profundidad quienes se aferran al dogma y menos todavía quienes se muestran dispuestos en su defensa a desobedecer a los tribunales, a vulnerar la legalidad y a imponer por los hechos sus proyectos políticos al conjunto de la población.

Nadie saldrá tan perjudicado de estos envites como el uso de la lengua catalana. Quien la siga entendiendo como el alma de la identidad nacional y la última trinchera en el combate de la independencia contribuye a incrementar el riesgo que sufre la vida de la misma lengua, porque son muchos más, dentro y fuera de Cataluña, los que se sienten estimulados por estos argumentos para limitar su uso, dividir a sus hablantes y levantar enfrente una bandera idéntica, aunque más poderosa en demografía, en economía y en capacidad coercitiva.

La lengua catalana nada ha sacado históricamente de las lenguas en disputa y, según nos enseña la experiencia histórica, ha obtenido los mayores beneficios cuando las lenguas y sus hablantes han entrado en diálogo y las han utilizado para comunicarse y hacer grandes cosas con ellas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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