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Tribuna
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Doblan las campanas por la memoria rusa

El Gobierno de Putin, obsesionado con una visión imperial de Rusia, trata de silenciar el Memorial de Moscú que ha servido durante décadas como repositorio de la historia y los derechos humanos

La exposición del Memorial, en Moscú.
La exposición del Memorial, en Moscú.EVGENIA NOVOZHENINA (Reuters)
Monika Zgustova

Un vestido negro de seda, ajado y remendado: este fue el objeto que más me impactó en mi primera visita al Memorial en Moscú, institución que se ocupa de la conservación de la memoria histórica, además de la defensa de los derechos humanos. A la mujer a quien pertenecía el vestido, la historiadora del arte Valentina Ivánova, la detuvieron en un teatro en los tiempos de Stalin. Durante un año, su elegante vestido de manga corta fue su única indumentaria en la cárcel. Si bien el destino de Valentina se perdió en el pozo de los campos de internamiento soviéticos, el vestido ha perdurado en el Memorial que funciona también como museo-archivo del gulag. Sumergida en la investigación para mi libro Vestidas para un baile en la nieve, varias supervivientes del gulag me confesaron que les había sucedido algo semejante.

Es parecida la historia de la exprisionera Susanna Pechuro, que de adolescente junto a su novio intentó salvaguardar los valores revolucionarios de lo que ambos consideraban la desviación ideológica del Gobierno de Stalin. Tras su detención, el novio fue fusilado mientras que a Susanna la sentenciaron a décadas en el gulag. Cuando, después de la muerte de Stalin, Jruschov declaró la amnistía, Susanna se convirtió en profesora de Historia y más tarde en una de las fundadoras del Memorial, fomentado por la perestroika de Mijaíl Gorbachov. Es en el Memorial donde depositó su vestido con el cuello blanco de colegiala con el que la detuvieron y que llevaba en la cárcel.

En el Memorial encontré también libros que en el gulag representaban el bien más preciado, aunque generalmente prohibido y, por tanto, escaso. El libro era la salvación porque la lectura hacía olvidar la miseria del campo y proporcionaba a los presos reflexiones en las que ocupar la mente mientras cumplían su jornada laboral hasta de 14 horas, sin contar las largas marchas hasta el lugar del trabajo. En la lectura, tan escasa, los presos hallaban ideas sorprendentes y belleza insólita, que les ayudaban a conservar la dignidad como seres humanos. Muchas personas que pasaron años o décadas en el gulag depositaron en el Memorial aquellos objetos que más les habían ayudado a desarrollar la resiliencia.

Ahora, sin embargo, el Memorial, que durante más de tres décadas a tanta gente ha ayudado a no olvidar, se puede ver obligado a cerrar.

Vladímir Putin, desde que hace dos décadas alcanzó la presidencia de Rusia, se propuso devolver a su país la grandeza, usando como herramienta un nacionalismo hipertrofiado y acrítico; y evidentemente, la narrativa sobre los oscuros excesos del estalinismo no forma parte de su agenda. El presidente ruso, formado durante las cuatro últimas décadas de la Unión Soviética, hizo suyos algunos de los valores de la gran potencia comunista, entre ellos la trascendencia de Rusia a nivel mundial. Por eso, durante su presidencia, ha afirmado en repetidas ocasiones que el desmembramiento de la Unión Soviética fue “una tragedia”, como también lo fue para él la pérdida de la influencia rusa sobre sus países satélites, la mayoría de los cuales hoy forman parte de la Unión Europea. Putin se propuso nada menos que restaurar el imperio ruso y no deja de dar pasos en esta dirección: intenta influir en la política de los países del Este y anexionó Crimea, parte íntegra de Ucrania en cuya frontera, además, mantiene un conflicto bélico.

Reescribir la historia para obtener la imagen de una Rusia con un pasado impecable, incluso grandioso, la del país que derrotó al nazismo, además de a otros males como la homosexualidad o los negros, es otro de los objetivos. Para lograr esa imagen Putin extermina a sus críticos, despliega su Ejército en fronteras ajenas, mete cizaña en Occidente, se apropia de tierras de otros. Y persigue a los que se esfuerzan por mantener la memoria histórica intacta, como el historiador Yuri Dmítriev, que encontró cerca de una antigua colonia penitenciaria en Karelia una fosa común que data de 1937, año del gran terror estalinista. Inna Gribánova, que hace 25 años estaba entregada a la memoria histórica en la zona de los campos siberianos de Kolymá, donde hacía de guía y planeaba establecer museos, se ha cansado del constante acoso y ha cambiado de profesión. “Rusia no quiere recordar; lo que busca es disfrazar su pasado con grandilocuencia”, me dijo la conocida periodista y ensayista ruso-americana Masha Gessen.

Ahora doblan las campanas por el Memorial, ese santuario de la memoria histórica, que el Estado ruso ha sometido a juicio bajo la acusación de ser un agente extranjero: puesto que Memorial no conseguía dinero ruso, tuvo que buscar la financiación en el extranjero. Hasta las acusaciones de Putin son calcadas a las soviéticas.

Al igual que muchos otros pueblos sometidos a dictaduras y autocracias, también el ruso puede convertirse en una comunidad sin memoria. Y a partir de ahí, cualquier manipulación es posible.

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