La marcha reprimida en Cuba
Nadie que garantice normalidad, entendida esta como una forma más o menos próspera de la convivencia, necesita demostrar que la normalidad rige
La represión es el procedimiento que genera ruido mientras desea el silencio, el poder como un ladrón intruso que rompe el búcaro principal en la casa de la gente. Tras militarizar el espacio público y barnizarlo después con sentadas festivas, bocinas en los parques cabeceras del país, venta de alimentos y, en general, la apariencia arbitraria de la celebración, el régimen cubano acorraló en sus viviendas a decenas de ciudadanos que pensaban marchar pacíficamente este 15 de noviembre en la isla, luego de la convocatoria organizada por el grupo Archipiélago, con amplia difusión nacional.
Los mítines de repudio, la práctica protofascista que reúne acarreados frente a tu puerta para que griten la batería de insultos del castrismo —mercenario, gusano, escoria— y te hagan saber que el país no te pertenece, sustituyeron cualquier otro acontecimiento posible en una fecha que generó amplias expectativas y que desde semanas antes había movilizado a los cuerpos del orden y al aparato de propaganda estatal, una tenaza que, entre el descrédito y el amedrentamiento, sofocó la manifestación, pero delató la estridencia autoritaria de la institución policial.
Agotados los mecanismos legales de participación, hay una señal prometedora en el hecho de que la sociedad civil haya logrado organizar una propuesta política sofisticada tan poco tiempo después de las multitudinarias protestas del 11 de julio y los juicios sumarios y los castigos ejemplarizantes que siguieron inmediatamente. Por fortuna, parte del país no ha escarmentado. El grupo Archipiélago, una ecléctica comunidad de cubanos de distintos oficios y posiciones ideológicas, parece el resultado natural, mesurado y pacientemente concebido de esas manifestaciones masivas que en su momento no contaron con líder alguno ni estrategias visibles, sino que estallaron por combustión espontánea, por hartazgo y desolación.
Los exégetas del relato oficial fotografían las ciudades para confirmar que la vida transcurre con normalidad, pero se trata de un silencio que proviene del miedo. Nadie que garantice normalidad, entendida esta como una forma más o menos próspera de la convivencia, necesita demostrar que la normalidad rige. Todas las lecturas que nos permite ese hueco insonorizado concluyen en violencia.
Mucha gente optó de modo juicioso por formas de expresión más sutiles. Como la marcha capitalizó el color blanco, vimos vestidos, banderas y sábanas que se sumaron a la iniciativa sin implementar ni el lenguaje ni el cuerpo. Quienes se oponen de manera frontal al gobierno aún no son mayoría, pero probablemente quienes no apoyan al gobierno sí. La convicción cruza del lado de la resistencia, mientras la utopía castrista se convierte en un negocio.
También, en cientos de ciudades alrededor del mundo, comunidades de emigrados amplificaron como pudieron la situación nacional. Las distancias entre el exilio y el país se han acortado considerablemente en los últimos años, lo que ha garantizado corrientes inéditas de información y conocimiento, la configuración de espacios alternativos y la pertenencia a un territorio paralelo donde se escucha la misma música, se cantan los mismos himnos y se piensa en las mismas cosas.
Aunque no parezca hoy una opinión demasiado popular, sigo creyendo que la política que generó las condiciones necesarias para la insurgencia fue el deshielo ocurrido entre Washington y La Habana desde 2014 hasta 2016. Podemos encontrar en ese lapso una matriz dialéctica, cuando antes campeaba la repetición soporífera del mismo acontecimiento. Tal característica es justo la que define al totalitarismo, puesto que toda forma de gestión del poder se trata en última instancia de una manera específica de organizar el tiempo social.
Es cierto que en esos años de desmantelamiento del discurso de la Guerra Fría se corrieron otros riesgos, pero hablamos de riesgos ineludibles. A la represión sostenida, la corporativización acelerada del Estado y la transformación de la aldea precaria en parque temático, ideológicamente exótica, se sumaron no pocos proyectos privados que, con autorización explícita, se dedicaron a lavar la cara del gobierno. Se establecieron pactos cifrados entre distintas líneas económicas que aspiraban a sostener el estado de cosas existente, y que de la misma manera prefiguraban un estado de cosas futuro idéntico al actual. Modos de traducción del campo público que sublimaban el emprendimiento como posibilidad óptima del individuo.
Aun así, el período breve del deshielo también fue el momento en el que distintos colectivos ajenos al sector oficial empezaron a reconocerse unos a otros. Gente insatisfecha se articuló alrededor de ideas y propósitos inevitablemente subversivos. La diáspora volvió más que nunca a la isla, aparecieron espacios de arte colaterales y se fundaron varios medios de prensa y revistas independientes. Cuando la política cultural del castrismo intentó adaptarse a la nueva realidad económica a través del Decreto 349, un documento que actualizaba los mecanismos legales de censura, la disidencia cubana recibió una inyección de rostros nuevos, figuras jóvenes que no aceptaron otra imposición y paulatinamente fueron ganando un protagonismo vital.
El organizador más visible del grupo Archipiélago es Yunior García. Hace casi un año, cuando 300 personas se reunieron frente al Ministerio de Cultura en La Habana para exigir que sus inconformidades fueran escuchadas, este dramaturgo holguinero de 39 años era uno de los nombres con el que los comisarios estaban dispuestos a conversar, por su tono menos beligerante. Hoy García, en cambio, habla en términos de dictadura, luego de haber padecido en los últimos meses distintas formas de opresión y difamación sostenida.
Su viaje semántico es un recorrido íntimo por el lenguaje de lo real. Llamar dictadura al gobierno cubano no supone la estación última de las palabras, no se trata de la imposición grosera de una gramática cerrada de lucha, que es lo que pregonan muchos intelectuales que hacen malabares para no llamarlo así, logrando, entonces, llamarlo así por omisión. Lo que uno descubre, cuando alcanzamos el nivel de literalidad de llamar dictadura a la dictadura es que, a partir de ahí, desde que hemos puesto las cosas en su sitio, comienza la imaginación. Antes de ese trámite no podemos imaginar nada, las palabras son criaturas que irrespetan a quienes les temen, saben detectar las bocas asustadas.
El 15 de noviembre, más que una fecha, ha sido una categoría que estuvo sucediendo desde antes y que, por lo pronto, ha cerrado con un video estremecedor de Leo Brouwer, quien a sus 82 años avanza a través de la penumbra con una vela en la mano y dice con voz pausada: “Apoyo a todos los cubanos, y me incluyo, que piden un país mejor, por ese derecho de expresión con que cada humano nace. Por una vez que se vive, hay que hacerlo con dignidad y decoro, sin manipulación, sin odios, y mucho menos enfrentándose entre sí mismos”.
Brouwer fue uno de los artistas prominentes que en 2003 firmó la carta de respaldo al fusilamiento de tres jóvenes que habían secuestrado una lancha de pasajeros para escapar a la Florida. El contrapunteo entre sus respectivos posicionamientos revela, seguramente, la fisonomía de un cambio, la inauguración de otros hábitos. Del otro lado del espectro, una anciana de 75 años, que nadie conoce, se viste de blanco y se queda en su casa, perdida en un municipio cualquiera. Ambos vienen a decirnos que nunca es tarde para volverse ciudadano.
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