El debate nuclear
La explosiva combinación entre cambio climático y crisis energética reabre la cuestión en plena transición ecológica
Hay un arsenal de evidencia científica que demuestra que el reloj climático se está agotando. Para evitar una catástrofe en el largo plazo, o quizá no tan largo, el mundo ha ido forjando un consenso hacia la llamada transición ecológica, encaminado a lograr paulatinamente un suministro de energía basado en fuentes renovables, limpias y baratas. Las dos fuentes alternativas son el gas, sujeto en Europa a una prima de riesgo geopolítica por la dependencia de Rusia y del norte de África, y la energía nuclear, enorme fuente de discordia por la extraña combinación política que ofrecen su lado verde en el corto plazo (emisiones de carbono muy limitadas) y el potencial devastador de accidentes nucleares como los de Fukushima y Chernóbil.
La controversia ha estallado en Bruselas con dos facciones muy marcadas. Una docena de países, entre ellos muchos del Este, usan energía nuclear, encabezados por Francia, la gran potencia de ese lado, que está invirtiendo en el desarrollo de pequeños reactores nucleares que podrían estar listos para la segunda mitad de esta década. Emmanuel Macron acaba de anunciar la construcción de nuevas centrales incumpliendo así sus promesas electorales, en un movimiento con marcados rasgos de nacionalismo económico: Francia es el gran fabricante de reactores de Europa y uno de los principales en todo el mundo. En la UE, esa posición tiene fuertes detractores: algunos países prohíben la nuclear; otros, como España, han optado por una moratoria de facto, y Alemania, la gran potencia de este bloque, tiene previsto cerrar sus centrales en apenas dos años y lidera un nutrido grupo de países muy beligerantes, como Austria, Dinamarca y Luxemburgo. ¿Es lógico depender tanto del gas ruso y norteafricano durante la transición energética? Ese es el elefante en la habitación, si Europa debe replantearse la opción nuclear al menos por un tiempo (pese a que la energía nuclear requiere inversiones a muy largo plazo). Francia marca el paso por el momento en ese dilema: a pesar de las voces críticas, Bruselas ha señalado que va a incluir la energía nuclear entre las inversiones verdes, con el objetivo de que contribuya a reducir un 55% las emisiones de CO₂ en 2030.
España tiene mucho que decir en ese asunto, y no solo porque las eléctricas y el Gobierno volverán a plantearse la extensión —o no— de las centrales que operan actualmente a partir de 2027. La energía nuclear genera una quinta parte de la electricidad de un país que es una especie de isla energética y en el que los precios no dejan de dar dolores de cabeza. España está claramente del lado antinuclear, pero si la crisis vuelve a golpear a lo largo del invierno el tradicional apoyo español a las tesis antinucleares de Alemania podría resentirse. Sorprende que una decisión profundamente política de esta trascendencia choque con la total ausencia de debate al respecto, pese a las incógnitas que genera la endiablada combinación del cambio climático y la crisis energética. ¿Debe replantearse España su mix energético, a la vista de que Japón, que cerró sus centrales después de Fukushima, está dispuesto a reabrirlas para la transición? ¿O los riesgos de otro desastre son tan brutales que hay que descartar esa opción? ¿Es posible que deje de ser una paradoja que el Green Deal europeo incluya la energía nuclear para la transición? Puede que las sociedades que no aceptan que los precios energéticos sean más elevados de lo que solían no estén tan bien equipadas como creían para la transición ecológica. Pero el mayor riesgo sería acabar tomando decisiones al borde del abismo, demasiado tarde, demasiado aprisa y, lo más importante, con unos costes económicos y políticos difíciles de explicar.
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