La Segunda Guerra Fría ya ha empezado
El mayor peligro no radica en la repetición de una confrontación prolongada entre dos superpotencias, sino en las capacidades de unos y otros para evitar que se deslice hacia la guerra caliente por una actitud negligente de los gobernantes


Y esperemos que no se convierta en caliente. Muchos no quieren ni pronunciar la palabra. Para evitar que se convierta en profecía que se cumple a sí misma, como si nombrarla fuera convocarla. No se parecerá a la Primera Guerra Fría, pero la rivalidad entre Washington y Pekín, la escalada militar y verbal alrededor de la hegemonía en Asia y la polarización entre democracia y autoritarismo han instalado ya la idea entre nosotros.
John Lewis Gaddis, profesor de Historia en Yale y probablemente el mayor estudioso de aquel período, no tiene dudas: “Ya no es objeto de debate que los dos tácitos aliados durante la mitad final de la última Guerra Fría están entrando en su propia guerra fría”. Lo cuenta en Foreign Affairs, la más veterana de las publicaciones sobre relaciones internacionales, que dedica a este nuevo Mundo dividido su número de noviembre, dominado más por la pesadumbre que por el alivio de tener localizado al fin al enemigo de la nueva era.
Henry Kissinger, el artífice de la alianza de cuatro décadas con China, ya advirtió del peligro hace 10 años cuando señaló que “una guerra fría entre los dos países frenaría el progreso para una generación a ambos lados del Pacífico” (China. Debate). De momento, si las relaciones entre superpotencias están a punto de convertirse en juego de suma cero, tal como temía Kissinger, todavía no sucede así con la cadena de suministros, a pesar de las tarifas impuestas por Trump y mantenidas por Biden.
Washington no está dispuesto a abandonar sus intereses y aliados en Asia, para ceder amablemente la hegemonía mundial a Pekín, mientras que el régimen chino tiene una clara estrategia para convertirse en una superpotencia a la par con Estados Unidos a mitad de siglo, con unas Fuerzas Armadas a la misma altura y un proyecto de globalización de matriz china diferenciado de la globalización occidental.
El mayor peligro no radica en la repetición de una confrontación prolongada entre dos superpotencias con sus propios sistemas de valores y modelos sociales, como se produjo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sino en las capacidades de unos y otros para evitar que se deslice hacia la guerra caliente, gracias a una actitud negligente y sonámbula de los gobernantes, como sucedió en la Primera Guerra Mundial.
La carrera armamentística en Asia, los progresos de China en inteligencia artificial, su ampliación del arsenal nuclear, las pruebas con misiles hipersónicos y la envergadura creciente de sus Fuerzas Armadas, especialmente las marítimas, junto al espinoso contencioso sobre el estatuto de Taiwán, no son datos tranquilizantes.
Quizás no sea exactamente una guerra fría y solo lo parece, pero falta ahora que alguien tropiece con el nombre que le corresponde, como George Orwell cuando lo utilizó por primera vez para designar la “paz que no era paz” que se instaló entre Washington y Moscú a partir de 1945.
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