Descubierto un retrato del aguirrismo
Esperanza Aguirre luchó por proteger los toros como bien cultural, pero no un cuadro de Goya con cuya venta se lucró
Subió a la azotea de la Asamblea, le dieron un capote, lo cogió por la esclavina y posó con una sonrisa para que los fotógrafos inmortalizasen la escena. Esperanza Aguirre era presidenta de la Comunidad de Madrid y, con astucia, había transformado la controversia sobre la prohibición de los toros en Cataluña en una oportunidad para dar la batalla cultural. “Lo que me preocupa es la ausencia de libertad”. A lo largo de la historia, los toros habían sido fuente de inspiración, dijo, y ella misma enumeró ejemplos clásicos de la cultura española. De García Lorca a Ortega, de Picasso a, por ejemplo, un tal Francisco de Goya. Mientras pedía que la Unesco reconociese la tauromaquia como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, la comunidad avanzaba en la institucionalización de la fiesta. Para ello se serviría de la Ley de Patrimonio Histórico a la que ella misma aludió en sus declaraciones de aquel día de marzo de 2010. Objetivo: reconocer la fiesta como un Bien de Interés Cultural (BIC). Al cabo de algo más de un año, en abril de 2011, dicho reconocimiento se aprobó. En esa ocasión Aguirre posó con chupa de cuero y saludando con la montera.
Si la ley servía para ganar una batalla cultural, se impulsaban iniciativas amparadas por ella y de paso se reforzaba la iconografía del nuevo madrileñismo encarnado entonces por la primera lideresa. En el caso de los toros lo que se planteaba como una defensa de la libertad y el patrimonio nacional era, como mínimo implícitamente, un caso inequívoco de nacionalismo banal cuya función era el afianzamiento desde las instituciones de la hegemonía hoy pétrea que blinda un bloque de poder en la Comunidad de Madrid. Pero lo fascinante del aguirrismo es que esa misma ley, a la que ella había acudido para reforzar un relato ideológico, no la obligó cuando podía afectar a su patrimonio familiar. Ocurrió al cabo de un año al plantearse el caso de la venta del retrato de Don Valentín Belvís de Moncada y Pizarro, cuya propiedad era de la familia del marido de Esperanza Aguirre y cuya autoría acababa de certificarse: lo había pintado un tal Francisco de Goya. En eldiario.es, Ignacio Escolar describió la trama del caso hace pocos meses. Contradicciones de la libertad, los intereses y el patrimonio nacional.
La presidenta, que conocía la ley, sabía que aquel goya era un BIC de manual y sabía que el Consejo de Gobierno que ella presidía era el responsable de declararlo. Pero, al mismo tiempo, sabía que cumplir con lo que es obligado para cualquier ciudadano tendría unas repercusiones que iban más allá de su control y en contra de sus beneficios. En caso de compraventa de un cuadro como ese, el Ministerio de Cultura debería recibir una notificación. De la misma manera, si quería vender aquel goya en el extranjero, debía pedirse una licencia para sacar el cuadro de España. Torearía la ley. La solución más lucrativa, como puso por escrito un técnico de Sotheby’s a sus clientes, era vender aquí y hacerlo rápido. Pero no había tantos coleccionistas con una musculatura financiera que les permitiera desembolsar los siete millones que valía. Uno de ellos, Juan Miguel Villar Mir. El empresario de la constructora OHL, cuya facturación había dependido en un 60% de las administraciones gobernadas por el PP, lo compró. ¿Conflicto de intereses? Más bien confluencia de beneficios. Para eso sirve la hegemonía. “En general en todos los grandes sumarios de corrupción que se han instruido en los últimos 15 años, aparece un nombre que se repite de forma sistemática: Villar Mir”, escribe Pérez Medina en No lo sé, no recuerdo, no me consta.
En pocos días Berna González Harbour publicará Goya en el país de los garrotazos. Argumenta que en la obra del clásico está la mejor interpretación de nuestro presente. El ensayo lo encabeza una cita de Baudelaire: “El gran mérito de Goya fue crear lo monstruoso verosímil”. Es un buen retrato.
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