Feria
Sólo un acontecimiento ha sido capaz de romper esta frustrante dinámica de incontables repeticiones para fundar el principio de algo nuevo, que en realidad no lo es: la Feria del Libro de Madrid
La segunda semana de septiembre aparece marcada por un inquietante envoltorio de dèjá vu, la sensación de que nada de lo que sucede pasa por primera vez. En este año tan raro, que recoge una herencia más rara aún, el fenómeno se ha intensificado como si la actualidad hubiera entrado en bucle para regurgitar sobre nosotros, una y otra vez, los mismos conflictos, las mismas imágenes, los mismos problemas sin digerir. Tras dos décadas de intervención militar norteamericana en Afganistán, siguen ardiendo las Torres Gemelas, los talibanes en el poder. La Diada se celebra un año más entre discursos de unidad y amenazas de ruptura y, por lo demás, el CGPJ sigue sumando años de antigüedad, el patrimonio oculto de Juan Carlos I de Borbón sigue siendo un pozo sin fondo, y para qué hablar del éxito de los discursos del odio. Todo lo nuevo es viejo, todo lo sabemos, todo lo hemos visto, lo hemos oído ya. En los últimos días, sólo un acontecimiento ha sido capaz de romper esta frustrante dinámica de incontables repeticiones para fundar el principio de algo nuevo, que en realidad no lo es, porque consolida una tradición muy antigua y por eso más valiosa todavía. La Feria del Libro de Madrid ha vuelto al Retiro tras dos años de ausencia, con sus casetas, con sus autores, con sus lectores, verdaderos protagonistas de una fiesta incomparable. Yo, que la prefiero sobre cualquier otra, que la he deseado y añorado tanto, debería haber estado allí, pero un inesperado contratiempo de salud me lo ha impedido. Por fortuna, ella no me necesita. La espío desde una pantalla, respiro el olor mañanero del parque, disfruto de las sombras de los árboles sobre las casetas, y su vitalidad me abruma. ¿Es la vida de antes, la vida buena? No hay más que verla.
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