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columna
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Nuestro Prat de cada día

El lugar de Barcelona en España no va a ocuparlo otra ciudad, preservarlo es una garantía de prosperidad del conjunto y una salvaguarda de cohesión del Estado compuesto

Jordi Amat
Aeropuerto El Prat
Pasajeros en el aeropuerto de El Prat, Barcelona.JUAN BARBOSA
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Había transcurrido tan solo medio día desde que el Gobierno informó de la suspensión de la inversión acordada con la Generalitat. Maurici Lucena llevaba 20 minutos en el matinal de TV3 cuando le pidió a la periodista Lídia Heredia que le dejase añadir algo. “Creo que esto es interesante”, subrayó. Comparó los aeropuertos de Barajas y El Prat. El Adolfo Suárez es un hub orientado especialmente a Latinoamérica, mientras que el Josep Tarradellas está a punto de convertirse en otro hub intercontinental. El proyecto de Aena era ampliar ambos aeropuertos al mismo tiempo y conseguir por fin que el de Barcelona fuese un hub también. Pero no. Y Lucena, con la mano en la cartera, no desaprovechó la oportunidad para soltarlo: “En los próximos cinco años uno tomará mucho impulso”; “el otro, lamentablemente, a pesar de nuestra atractiva propuesta, estará como mínimo cinco años en stand by”.

El espectador recibió la patada donde más le duele: en la percepción cotidiana de la pérdida de pulso barcelonés por contraste con la acumulación de poder en Madrid. Para comprender la necrosis catalana, es una dialéctica fundamental. La crisis de esta semana lo patentiza.

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El Govern ha evidenciado que no dispone de autoridad para coliderar una inversión estratégica. Tampoco ha sabido articular un proceso de negociación que, en virtud del apoyo parlamentario de Esquerra al Gobierno de España, le permitiese ser determinante en la decisión final. Lo suyo, más que alternativas, han sido peros. Y aunque los implicados han jugado tácticamente en todos los niveles administrativos, y aunque la afectación medioambiental era un desafío que debía abordarse sí sin duda, por ahora el desenlace solo es uno: el desempoderamiento catalán avanza al haber malbaratado una oportunidad para consolidar a Barcelona en el eje aeroportuario de la eurorregión mediterránea y recoser la región a la red de áreas metropolitanas con mayor influencia en el mundo.

Esta podría ser una versión de la crisis —una semana como tantas, que revela la inexistencia de un proyecto de progreso—, pero es una versión que no incluye todas las dimensiones. Obvia que ese desempoderamiento tiene su traslación a nivel nacional.

El lugar de Barcelona, hoy como ayer, no va a ocuparlo otra ciudad. Preservarlo no solo representa una garantía de prosperidad para el conjunto, sino que debe actuar como la válvula de escape para salvaguardar la cohesión de un Estado compuesto, una cohesión que tensa la hipertrofia en la capital del bloque de poder tradicional. Digamos las cosas por su nombre: ese bloque fue rehabilitado durante la aznaridad, a él han ido adhiriéndose “las élites enfurruñadas de la Transición” —copio a Sánchez-Cuenca—, su clase dirigente comparte relato nacional, disfruta de una fiscalidad neoliberal que no tiene la redistribución como objetivo y se siente blindada por la cúpula de un Poder Judicial cuya renovación bloquea o tutela por la puerta de atrás en función de sus intereses. Y para mantenerlos, les resulta utilísima la cronificación de la crisis constitucional: desgasta al Gobierno español y maniata la competitividad catalana.

Por ello el principal incentivo del Gobierno para activar la mesa de diálogo debería ser la búsqueda de soluciones para esa crisis, soluciones cuya implementación le permitiesen disolver en parte ese bloque de poder tradicional. O, en su defecto, situar al independentismo ante la disyuntiva de sus exhaustas contradicciones, como ha visualizado la Diada. Las vías no son tantas. Las hay desarrollistas y estructurales. Para regenerar cohesión territorial no hay instrumento más eficaz que la reforma del sistema de financiación, como defiende el president valenciano, Ximo Puig. La selección por parte de La Moncloa de los proyectos premiados con los Next Generation, además de transición verde y digitalización, puede tener la cohesión como criterio. Y las apuestas en infraestructuras, en fin, plasman el modelo de estado autonómico del Gobierno. El modelo socialista es la cuestión.

Tal vez no estaría de más, en la sobremesa de la mesa, que alguien pidiera la palabra y se preguntase en voz alta: “¿Salvamos la inversión para El Prat?”.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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