Dividir no es un nombre ruso
A diferencia de Alemania, en España tenemos un modelo ideológico-polarizado, la política como confrontación permanente y vetos cruzados: aquí solo caben pactos intrabloques
Como ya sabrán, Alemania tienen un peculiar sistema para identificar a los diferentes partidos políticos. Consiste en atribuirles un color a cada uno —el negro para la CDU, por ejemplo, el rojo para los socialistas, el amarillo para los liberales y el verde para los Verdes—. Ahora que allí están en campaña electoral, las posibilidades para un futuro Gobierno de coalición se indican a través de diferentes combinaciones de colores, la mayoría de las veces representadas como banderas de países. Según las encuestas, ahora mismo las coaliciones con más posibilidades serían la Kenia (rojo, negro, verde), Alemania (negro, rojo, amarillo), o la semáforo (rojo, amarillo, verde). Y si hubiera una clara mayoría de voto de izquierdas y verde, la coalición posible es la que denominan rojo (SPD)-rojo (Linke)-verde, aunque es poco probable.
Si les digo esto es porque eso presupone que todos pueden pactar con todos. Excluyéndose siempre a los nacionalpopulistas de la AfD, claro. Son cosas de la política consensual y posideológica. Nosotros en cambio tendríamos el contramodelo, el ideológico-polarizado, la política como confrontación permanente y vetos cruzados. Aquí solo caben pactos intrabloques, el rojo y el azul (acuérdense que cuando Ciudadanos quiso romper las fronteras de su bloque pactando con el PSOE en Murcia le costó su práctica desaparición). E incluso nada garantiza que estos bloques no se desgarren en algún momento en divisiones internas. El verbo que mejor sabemos conjugar en nuestra política es, pues, el de dividir. Ahora lo estamos viendo de forma paradigmática en la disputa en torno a El Prat. Cuando llega el momento de concretar una inversión del Estado en una infraestructura que venía reclamándose desde hace años, las discrepancias entre unos y otros van y la frustran. La Generalitat aparece divida y el Gobierno también. En ambos sitios unos celebran que no se produzca y otros lamentan que no vaya a tener lugar.
Lo curioso es que aquí no solo opera el factor medioambiental. Está también, en un sector de la parte catalana al menos, la necesidad de mantener vivo el discurso del agravio frente al Estado, algo presente en las declaraciones de Aragonés una vez retirado el proyecto. Ahí subyace la idea de que lo que importa al final es la Mesa política: no pretendan comprarnos con inversiones, satisfagan nuestra reivindicación política. Pero esta, como sabemos, se ha venido alimentando siempre a partir del recurso al agravio derivado de la ausencia de dichas inversiones. Y para el Gobierno es mucho más fácil satisfacer esto último que las reclamaciones políticas. Aunque, ojo, esto ya ha dejado de estar claro. Una importante fuente de contenciosidad futura en nuestro país va a venir del reparto territorial de inversiones, de la nueva grieta entre la España vacía y la otra.
Muchas de nuestras divisiones responden a la lógica necesidad de los partidos de diferenciarse unos de otros en torno a las principales líneas de fractura, la nacional/identitaria, la económica o la nueva entre valores materialistas y posmaterialistas, tan presente en la cuestión ecológica. Pero una cosa es diferenciarse y otra vetarse, persistir en las diferencias en vez de tratar de disolverlas, en restar más que en sumar. Caiga quien caiga o se frustre lo que sea. Dividir no es un nombre ruso, es el ejercicio habitual de la política en España.
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