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Déficit con sentido

Es preciso desacralizar el desajuste fiscal, que en las nuevas normas actualmente a debate en Europa debería pasa a ser uno más entre los desequilibrios a supervisar en la política macroeconómica

Tribuna Daniel Fuentes 31/8
SR. GARCÍA

Un año antes del inicio de la pandemia, en enero de 2019, el entonces presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, admitió ante el Parlamento europeo que la Unión no había sido suficientemente solidaria con Grecia en el contexto de la crisis financiera internacional de 2008. En su mea culpa habló literalmente de “austeridad irreflexiva” y de “insulto” al país. Ha sido, hasta ahora, el reconocimiento más explícito de que aquel ajuste de cuentas no fue sólo económico.

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La respuesta de EE UU al colapso financiero internacional de 2008 fue temprana, masiva, coordinada (estímulos fiscales y monetarios al unísono) y contracíclica (ante el colapso del sector privado, el sector público tomó el relevo). Tras tocar fondo en 2009, la economía estadounidense volvió a crecer en 2010, superando en 2011 el nivel de actividad previo a la crisis. Con el pragmatismo por seña de identidad, abrazados al keynesianismo, superaron en cuatro años el mayor hundimiento económico desde el crack de 1929.

La respuesta europea, en cambio, adoleció de lentitud, insuficiencia, descoordinación (entre la política fiscal y la política monetaria) y carácter procíclico. Recordemos que en 2009, el entonces gobernador del BCE, Jean-Claude Trichet, llegó a afirmar que ni se podía ni se debía gastar más. En 2011, el propio BCE subió los tipos de interés en lo que fue un grave error de política monetaria (el whatever it takes” de Mario Draghi no llegó hasta 2012). El programa de compra de deuda soberana se puso en marcha nada menos que en 2015, siete años después del inicio de la crisis. Mientras EE UU iniciaba el mayor ciclo expansivo de su historia, en el sur de Europa discutíamos sobre “austeridad expansiva” (de alguna manera, los ajustes fiscales iban a ser doblemente virtuosos, reduciendo el déficit y estimulando el crecimiento al mismo tiempo). El resultado fue una segunda recesión, de 2012 a 2013, que hizo que la zona euro no recuperase hasta 2015 el nivel de actividad previo a la crisis.

La causa de aquella recaída no fue única. Ciertas singularidades de la zona euro jugaron un papel importante, entre otras su gobernanza (la regla de unanimidad en materia fiscal resulta incapacitante) y su diseño incompleto (carece de Tesoro público). Por encima de todo, el gran error de Europa fue tratar de construir sobre la marcha un consenso, el austeritario, que no podía resultar exitoso y que terminó abriendo unas heridas en la cohesión política, económica y social de la Unión que aún no han cicatrizado.

La Europa pospandémica necesita un nuevo consenso. Y ese consenso pasa por las nuevas reglas fiscales, actualmente a debate, que deben abordar dos cuestiones fundamentales: la redefinición del cuadro de mando de las finanzas públicas (lo más urgente) y el enorme volumen de deuda acumulado tras las dos últimas crisis (lo verdaderamente importante). Es tentador pensar que existe una misma respuesta para ambas cuestiones, ya que sobre el papel bastaría con controlar el déficit o superávit de cada año para controlar también la deuda acumulada. Sin embargo, la realidad es más compleja.

En primer lugar, las finanzas públicas no solo deben ser sostenibles, sino que deben contribuir a estabilizar los ciclos económicos y a garantizar la cohesión social (condición sine qua non, esta última, para la aceptabilidad de cualquier sistema impositivo). Para ello, por definición, el déficit público debe poder fluctuar y hacerlo en sentido contrario al ciclo económico. ¿Sin límites? Obviamente no, el déficit tiene que ser financiable. Ahora bien, propuestas normativas del tipo déficit cero son contrarias al buen funcionamiento de la economía y limitan el papel de las finanzas públicas al mero mantenimiento del llamado Estado mínimo.

Por otra parte, es cierto que el déficit público, incluso siendo financiable, genera un coste de oportunidad (el dinero empleado en pagar los intereses de la deuda puede destinarse a otros fines más deseables), pero eso no significa que nunca salga a cuenta: por ejemplo, para paliar el impacto de una crisis sobrevenida como la actual, o para financiar la construcción de infraestructuras públicas (físicas o institucionales, como la educación, la salud o la protección social) que, al afectar positivamente al crecimiento potencial de la economía, facilitan a su vez la reducción de la deuda.

Súmese a lo anterior que los grandes colchones fiscales pueden ocultar desequilibrios macroeconómicos de otro tipo, como caras de una misma moneda. En 2007, en vísperas de la crisis financiera internacional, la deuda pública de España equivalía al 35,8% del PIB, unos 30 puntos menos que el conjunto de la zona euro y que países como Alemania o Francia, con deudas en el entorno del 65% del PIB. De poco sirvió, ante la magnitud de los desequilibrios acumulados por la economía española (sobreendeudamiento de hogares y empresas, burbuja inmobiliaria, sector exterior), que dispararon la deuda hasta el 100,7% en 2014. No busquemos la causa en la falta de disciplina presupuestaria, por deficiente que pueda haber sido. Entre aquel colchón fiscal y no haber acumulado semejantes desequilibrios, lo segundo habría sido preferible.

Por último, conviene no olvidar que la acumulación de superávits, que podría parecer la solución intuitiva al problema de la deuda, se ha demostrado lenta y costosa a lo largo de la Historia, en términos de crecimiento, para absorber niveles de deuda como los actuales. Sirvan de ejemplo los cien años que tardó el Reino Unido, época victoriana mediante, en deshacerse a base de excedentes presupuestarios de la deuda contraída durante las guerras napoleónicas; o el elevadísimo precio pagado por Haití a Francia a cambio de su independencia (5% de la renta nacional, anualmente, entre 1840 y 1915), coste que contribuyó a hacerle perder el tren del desarrollo.

Las grandes deudas se han reducido en el pasado por una combinación de crecimiento económico (solución virtuosa), episodios de inflación (devastadora en la Alemania de entreguerras y, en general, tremendamente desigualitaria), gravámenes excepcionales sobre las rentas más altas y los grandes capitales (Alemania, Francia y Japón tras la II Guerra Mundial), perennización de la deuda (emisión de bonos a muy largo plazo), condonaciones totales o parciales (algunas históricas, como en la Conferencia de Londres de 1953), reestructuraciones (como las de Grecia tras la última crisis) e impagos (numerosos). ¿Cuál habría sido el progreso de Europa en la segunda mitad del siglo pasado y la suerte de la propia UE si sus deudas históricas hubieran tenido que ser absorbidas únicamente a base de acumular superávits presupuestarios?

Sobran razones, por lo tanto, para desacralizar el déficit público, que en las nuevas normas fiscales debería ser uno más entre los desequilibrios a supervisar, como parte de un cuadro de mando macroeconómico que remplace al actual enfoque del PIB potencial (sujeto a una gran controversia metodológica). De manera transparente y comprensible. Y al servicio de una idea: que las finanzas públicas cumplan de la mejor manera posible con sus funciones soberanas de progreso y difusión del bienestar.

Daniel Fuentes Castro es doctor en economía por la Universidad de Paris Nanterre. Ha sido asesor económico de la presidencia del Gobierno entre 2018 y 2021.

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