La pensión de tu vida te la he pagado yo
Sería injusto que la generación del ‘baby boom’ sea castigada en su jubilación, cuando precisamente por ser muy numerosa ha contribuido a crear un generoso Estado de bienestar
Vivimos en una economía basada en el intercambio de recursos entre generaciones de distintas edades. Hay personas que generan más recursos de los que consumen y otras que consumen más recursos de los que generan. La capacidad para generar y consumir recursos varía a lo largo de nuestras vidas. Durante la infancia, la familia nos proporciona cobijo, alimentos, educación y demás cuidados. Las escuelas nos abren sus puertas y los pediatras sus consultas. Al alcanzar la mayoría de edad, seguimos viviendo con nuestras familias por unos años mientras universidades y centros de educación superiores complementan nuestra formación. Con poco éxito, buscamos un primer trabajo estable que nos permita independizarnos económicamente de nuestros padres. Más tarde que pronto, conseguimos emanciparnos. Alquilamos o compramos una vivienda con más ayuda de la familia que de la administración y, si todo cuadra, formamos un nuevo hogar y tenemos hijos, menos de los que deseamos. En algún momento de este periodo lleno de transiciones, generamos más recursos de los que consumimos por primera vez en la vida.
El Estado nos recuerda que nos hemos formado a sus expensas y que nos cuidará cuando seamos mayores y por ello grava los rendimientos del trabajo y de nuestros activos con cotizaciones e impuestos varios. Si la salud y la economía lo permiten, intentamos mantener el trabajo hasta la edad de jubilación, hoy fijada en los 67 años. Solicitamos la pensión vitalicia de jubilación a la seguridad social y, conforme envejecemos, aumentan las visitas a centros médicos y hospitalarios. A edades avanzadas, nos volvemos claramente deficitarios para el Estado. La sostenibilidad de todo este sistema de intercambios entre generaciones depende de dos variables: los recursos por persona que se generan y consumen a cada edad y el número de personas que hay en cada franja edad. Esta última variable está relacionada con la estructura por edad y sexo de la población: la demografía.
Asumiendo que las condiciones económicas, laborales, y sociales fueran las mismas para todas las épocas y todas las generaciones (que es mucho asumir), las variaciones en la estructura demográfica de una sociedad condicionan el volumen de recursos transferidos de unas generaciones a otras. Por ejemplo, en un escenario de caída del número de nacimientos, los recursos públicos o privados que se transferirían a las edades infantiles disminuiría. Las escuelas serían las primeras en notar la caída de alumnos y alumnas y más tarde lo harían las universidades y centros de educación superior. En ausencia de migración, cuando estas personas llegaran a la edad adulta, disminuiría el número de trabajadores y, por tanto, también el número de cotizantes. Si, además, la llegada de generaciones poco numerosas al mercado laboral coincidiera con la llegada de generaciones muy llenas a la edad de jubilación, los recursos que ingresaría el Estado en forma de cotizaciones podrían no ser suficientes para cubrir los recursos que necesitaría para pagar las pensiones.
Ahora bien, el escenario contrario también es posible. Ante una expansión del número de nacimientos, como la que ocurrió en España entre 1955 y 1975, los años del baby boom, escuelas y universidades notarían una mayor afluencia de estudiantes. La población en edad activa y de trabajadores también crecería. Si la llegada al mercado laboral de estas generaciones llenas coincidiera en el tiempo con un número reducido de personas jubiladas, el Estado captaría más recursos de los que necesitaría para pagar las pensiones del momento.
Este último escenario refleja lo que ha ocurrido en España en las últimas cinco décadas, mientras el primer escenario lo que puede ocurrir en los próximos años. Sin inmigración internacional, el caudal demográfico se está reduciendo debido a la bajísima fecundidad española en un momento en el que las generaciones que alcanzan la edad de jubilación son cada vez más numerosas. La Seguridad Social, encargada de transportar recursos de unas edades a otras, ha funcionado como una red eléctrica: eficiente en el intercambio de recursos entre generaciones, pero incapaz de almacenar la energía sobrante para épocas de mayor demanda. Los excedentes de otras épocas no se contabilizaron como tales y se destinaron, con mejor o peor acierto, a desarrollar un Estado del bienestar que, con sus imperfecciones y vías de mejora, es el más generoso que hemos conocido en este país. La hucha de la Seguridad Social se vació para amortiguar el impacto de la Gran Recesión económica iniciada en 2008. Ante la demografía que viene, hay quien aboga por promover el autoconsumo (la privatización) o por la autosuficiencia de la Seguridad Social (recortar pensiones). Qué duda cabe que la demografía que viene pondrá contra las cuerdas el sistema de la Seguridad Social tal y como lo conocemos, pero también representa una oportunidad para su mejora.
España avanza hacia una demografía inhóspita, que pocos o ningún otro país del mundo ha conocido hasta el momento. Somos demografía de frontera. Gozamos de una de las esperanzas de vida más altas y tenemos una fecundidad de las más bajas del planeta desde hace más de tres décadas. El Estado del bienestar afronta un reto demográfico de primer orden. Las jubilaciones crecerán a un ritmo más rápido que las cotizaciones y nos faltará dinero, mucho dinero, para cubrir los gastos. Las causas demográficas del previsible e inevitable aumento de pensionistas que tendrá lugar en las próximas cuatro décadas son principalmente dos, y es importante tenerlas en cuenta a la hora de abordar las reformas. La primera de ellas es la evolución de la esperanza de vida, cuyo aumento tiene implicaciones sobre los años que las personas vivimos como jubiladas. La segunda hace referencia al creciente número de personas que se jubilarán en los próximos años con la llegada de los baby boomers a la edad de jubilación.
Me parece sensato ajustar las condiciones de jubilación al contexto de creciente longevidad y de mejoras en la esperanza de vida en salud. Ese ajuste debería considerar, necesariamente, la diversidad de trayectorias vitales que coexisten en nuestra sociedad en función, entre otros factores, de los niveles educativos, de las trayectorias laborales o de la clase social, y que implican diferencias significativas en los años de vida en jubilación. Por contra, no parece sensato que en ese ajuste se considere el tamaño de la generación, ya que ello trasciende a los propios individuos. Las personas nacidas en periodos de alta natalidad, las que sustentaron en gran medida la articulación del Estado del bienestar, no deberían sufrir a la hora de jubilarse la penalización añadida de ser parte de generaciones numerosas, de la misma manera que las nacidas en etapas de baja natalidad no deberían beneficiarse de ese hecho. Aquella parte de la presión sobre el sistema que es fruto del tamaño de la cohorte, a diferencia de la relacionada con el aumento de la longevidad, no debería recaer sobre los individuos sino sobre el conjunto de la sociedad, por ejemplo mediante el recurso a los Presupuestos Generales del Estado. Obrar de otra manera sería una verdadera injusticia intergeneracional y un pésimo mensaje para las generaciones más jóvenes.
Albert Esteve Palós es demógrafo y director del Centre d’Estudis Demogràfics / CERCA, en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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