Por un otoño reformista
No es momento para golpes de efecto retóricos que caducan con la misma velocidad con la que llegan a las portadas. Una agenda de cambio tiene que recuperar el sentido de las palabras
Se anuncia un otoño de reformas políticas, de la que la nueva de ley de pensiones sería la primera pieza. Que no decaiga. El Gobierno lo necesita para consolidar su mayoría parlamentaria y para afrontar la segunda parte de su mandato sin sobresaltos, es decir, conservar el amplio apoyo de los partidos ajenos a la radicalización de la derecha. Pero también, para dar oxígeno al sector Podemos en un momento de recomposición ideológica y organizativa. Después de una década a ritmo acelerado que les ha llevado de la calle al Gobierno, los podemitas viven ahora momentos de desconcierto entre el desgaste del poder, la psicopatología de las pequeñas diferencias que forma parte de la naturaleza de cierta izquierda, y la huida de un líder quemado en su exposición permanente. Un buen calendario de reformas puede permitir a Podemos recuperar el ánimo, pero también al PSOE ganar espacio en caso de desfallecimiento de sus socios. En fin, el Gobierno entero necesita emitir respuestas que eviten que se traslade aquí la dinámica de fuga hacia la derecha de sectores de las clases populares que de un tiempo a esta parte viene dándose en Europa, sin que la izquierda encuentre el modo de contrarrestarlo.
La ventaja del Gobierno es que el PP sigue con su política de desgaste de patio de colegio, incapaz de armar una verdadera alternativa a la izquierda y a la extrema derecha. A diferencia de la derecha europea, llámese Merkel o Macron, el PP no tiene espacio de crecimiento hacia el centro para desafiar a Vox, con lo cual le es difícil escapar del implacable marcaje de Vox y atraer a potenciales socios de una mayoría de gobierno, más todavía en la medida en que ha perdido todo contacto con el sector derechista del nacionalismo catalán que le aupó en el pasado. Paradójicamente, sería la infantil estrategia del “cuanto peor, mejor” de un sector del independentismo, la que podría proporcionarle algún alivio.
No es momento para golpes de efecto retóricos que caducan con la misma velocidad con la que llegan a las portadas. Una agenda reformista tiene que recuperar el sentido de las palabras. Jaume Casals, que ha sido rector de la UPF en los últimos ocho años, decía que “la palabra autonomía surge siempre y casi exclusivamente cuando lo que significa está siendo vulnerado por el legislador, por un gobierno, por un acuerdo de sistema o por una universidad vecina. Las universidades españolas son autónomas significa sencillamente que no lo son”. El presidente valenciano Ximo Puig explicó recientemente en Madrid la necesidad de empoderar equitativamente el Estado de las autonomías, que está limitado por la falta de una estructura realmente policéntrica, articulado a partir de “una vértebra central inflamada” que lo acapara todo. Por respeto a la ciudadanía, el principio de partida de una agenda reformista debe pasar por reducir la distancia entre las palabras y las cosas.
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