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A veces la vida, sobre todo la que transcurre entre foto y foto, no es más que elegir entre ser una estrella veinticuatro horas o hacer bulto para un ‘feed’
El otro día estábamos un grupo pasándolo bien en una casa, que ya ves tú, y alguien (el diablo, no tengo ninguna duda) dijo: “¡Foto de grupo!”. Se enrareció el ambiente de golpe, como cuando un desconocido te invita a una fiesta, y poco a poco la gente aceptó el envite. Hubo, pues, foto de grupo. Llevó poco tiempo, unos cincuenta minutos. Se repitió lo normal, hasta que todo el mundo quedó más o menos satisfecho sin que pareciese que en los anteriores intentos alguien pareciese insatisfecho. Hacer repetir una foto de grupo por tu culpa exige un talento finísimo: tienes que ser imbécil sin parecerlo, algo que en España mucha gente ha convertido en trabajo. Nadie había dicho que la foto se subiría a ninguna red social, pero en el ambiente flotaba que seguramente acabaría en Instagram porque es donde acaban todas estas cosas. Además el que propuso la foto, y la chica que la hizo, eran usuarios habituales y activos de esa red. Aquello consiguió que todo el mundo posase muy tenso para la foto, sin exteriorizar los nervios pero con la procesión por dentro, sin saber a qué atenerse y qué preferir: si foto para post o para storie. A veces la vida, sobre todo la que transcurre entre foto y foto, no es más que elegir entre ser una estrella veinticuatro horas o hacer bulto para un feed.
Después ocurrió lo habitual. El que más o el que menos empezó a reclamar el móvil para dar el visto bueno de la foto, proceso producto de un análisis delirante y exhaustivo sobre su propio rostro, momento en el cual todos los esfuerzos por ser imbécil y no parecerlo finalizaron dramáticamente. También, el que más y el que menos empezó a elegir la foto en la que mejor salía, y el que más y el que menos empezó, disimuladamente, a consultar el móvil con desenfreno estéril. La idea de que aquel momento de felicidad fuese compartido con el resto del mundo, o quien quiera que se asomase del resto del mundo, desató tal rosario de tensiones, sospechas y dudas que al autor de la foto casi lo tiran degollado a la piscina y con el teléfono en el bolsillo. Vivir es una cosa, representarlo otra que no tiene nada que ver. Y el gasto físico que se hace es diferente al mental, pendiente siempre de detalles infames.
Tras la foto de grupo y la homologación posterior de todos los participantes en ella, comenzó una nueva fase, la del etiquetado. Etiquetar es una de esas tareas del nuevo siglo que requiere una habilidad famosa, la de saber cuándo sí y cuándo no. Yo no sé a qué hora se subió esa foto ni si llegó a subir, en realidad, porque a mí nadie me etiquetó, pero pude observar el efecto que causó no la foto, sino la decisión de la foto, y el terror generalizado que provocó inmortalizar un momento de felicidad. No creo que sea un signo de los tiempos ni que sea nada malo, entre otras razones porque merecemos todos los miedos relacionados con nuestro ego, y quebrarlo es un deber ontológico al cual se dedica Instagram, un escaparate disfrazado de filtro de belleza que es, sin embargo, algo mucho más divertido: el examen diario, y suspendido, de nuestra vanidad. Eso que nos pone tensos cuando alguien saca un móvil y dice “quédate quieto”, que no sabemos si nos va a sacar una foto o pegarnos un tiro, ni qué es mejor.
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