¿Lecciones aprendidas en Afganistán? Ninguna
Cuando vemos esas imágenes de hombres, mujeres y niños desesperados buscando un visado o esperando para cruzar las fronteras, debemos tener presente que sus padres y abuelos ya pasaron por esto
Una foto publicada hace pocos días era un excelente resumen de la situación en Afganistán. A la izquierda aparece un personaje bien conocido, Ismael Khan, quien manda en Herat desde hace cuarenta años; a la derecha un guerrillero talibán, con el preceptivo turbante negro, se inclina respetuosamente ante él, con la mano en el corazón. Lo llamativo es que este segundo personaje es el invasor, el talibán que acababa de tomar Herat, mientras el primero parece darle paternalmente la bienvenida. Conviene saber que Ismail Khan, aparte de controlar Herat y toda su región, luchó contra los soviéticos en los años ochenta y luchó contra los talibanes de la generación de los noventa; mantuvo su región al margen de la “guerra de los señores de la guerra” que asoló el país entre 1992 y 1996 y mantuvo sustancialmente su control durante los últimos 20 años ante el despliegue de la ISAF (la fuerza internacional liderada por la OTAN en el país). Las tropas españolas, desplegadas en Qala-i-Naw y presentes en Herat, tuvieron que aprender todo esto.
Vayamos ahora literalmente al otro extremo del país, en la frontera con Pakistán, a las provincias de Gazni y aledañas. Allí reina la red Haqqani desde los años ochenta, desde su líder inicial, Jalaluddin Haqqani, que luchó contra los soviéticos, hasta sus actuales descendientes Khaled Haqqani (al parecer muerto no hace mucho en combate) y Beitullah Haqqani. Los dos ejemplos ilustran bien la realidad de Afganistán: quien venga de fuera (los soviéticos, la OTAN u otros por venir) debe saber que tendrá que lidiar con Ismail Khan en el oeste y los Haqqani en el este del país.
Cuando la lucha contra la invasión soviética (1980-1989), se formaron varios grupos de resistencia, a los que se conocía como “los siete de Peshawar” (nombre de la ciudad pakistaní donde tenían su retaguardia y se reunían). Los más importantes alcanzaron notoriedad: Jamiat Islami (del legendario comandante Massud), Hezb e Islami de Gulbudín Hekmatiar, Hezb e islami de Yunus Khales, la facción de Amin Wardak, o la de Sayaf. Uno de los más famosos, Rashid Dostum, líder uzbeko, empezó como todos ellos luchando contra los soviéticos en los años ochenta, luego se alió con ellos (que le nombraron general) para traicionarlos en 1988, y todo ello fuertemente aferrado —dice la leyenda urbana en Kabul— a una botella de vodka. Se enfrentó contra los talibanes en los años noventa, y a finales de 2001, como uno de los jefes de la Alianza del Norte, se hizo famoso por matar a cientos de talibanes presos en la región de Kunduz y Mazar-i-Sharif con el sencillo método de encerrarlos por docenas en contenedores metálicos y dejarlos al sol. Sin agua.
En cuanto se marchó el último soviético (el general Gromov) por el puente que le llevó hasta el actual Uzbekistán, los siete grupos se enfrentaron a muerte, literalmente, en los años ochenta. En ese episodio mencionado como “la guerra de los señores de la guerra” llevaron Kabul a la ruina entre 1992 y 1994. Después, tomaron el poder los talibanes de primera generación.
Faltaba la concatenación entre los atentados del 11 de septiembre de 2001 perpetrados por Osama Bin Laden, la intervención de Estados Unidos, la guerra relámpago de la Alianza del Norte contra el régimen talibán (que cayó en tres semanas), el despliegue de OTAN/ISAF durante casi 20 años. Y ahora, este colapso final. A la hora de redactar estas líneas Kabul ha caído, mientras el presidente Ghani parece haber huido después de hacer proclamas delirantes de que revertiría la situación. Mejor para él, si recuerda lo que hicieron los talibanes en 1992 con el último presidente prosoviético, Najibulá, antes de colgarle de una grúa en la vía pública.
Mientras la mayoría de los medios y analistas tiran de la comparativa con la caída de Saigón en 1975 (¡ah! Estados Unidos siempre en medio de la foto), no deberíamos perder de vista la dimensión humana del drama. A mediados de los ochenta, en los campos de refugiados afganos en el lado pakistaní de la frontera, se agolpaban algo más de dos millones de personas y otro millón más del lado iraní. ¿Dónde están ahora? ACNUR no se vio capaz de controlar las idas y venidas de cientos de miles de ellos, aunque intentaba registrar sus nombres a la llegada. Pronto se vio que muy a menudo los hombres (desde su adolescencia) pasaban a ser “refugiados de ida y vuelta”, en una región donde las fronteras son una mera sugerencia. Además, casi todos ellos pasaban además a ser “refugiados de día, muyahidín (combatientes de la fe, antes de que apareciese la palabra talibán en Kandahar en 1994) de noche”.
En síntesis apresurada, el factor dominante es que Afganistán es un país en guerra civil y las derivadas ocasionales son las sucesivas intervenciones extranjeras, y la Historia es generosa con los ejemplos. Desde Alejandro Magno, pasando por el Gran Mongol, hasta las tres guerras anglo-afganas de finales del XIX y comienzos del XX, quien llegó de fuera por las malas, acabó yéndose. Un buen observador de Afganistán dijo hace unos años que los afganos son gente acogedora mientras te aceptan temporalmente en su casa, pero que a veces les sale muy mal carácter y entonces es hora de irse.
Para llegar al descalabro actual, hay que recordar que en 1973 un golpe de Estado derribó la monarquía (que reinaba desde 1750) y que luego la intervención soviética de diciembre de 1979 acabó de llevar el país al desastre. Por tanto, y contra lo que dicen muchos medios y no pocos especialistas, no es que estemos “a las puertas de un desastre humanitario”, sino que Afganistán está inmerso en un gran desastre humanitario desde hace cuatro décadas. Déjense de Saigón 1975, ya es historia. Cuando vemos cada día esas fotos de mujeres, niños, hombres, todos desesperados buscando un visado o simplemente esperando la apertura de la frontera con Pakistán, debemos tener presente que sus padres y abuelos ya pasaron por esto.
Para entender lo que vendrá ahora, habrá que acudir a los que nos puedan explicar cómo se han definido esta vez las lealtades entre individuos, clanes, tribus, fracturas interétnicas e influencias externas (entre otras del vecino Pakistán). La vieja explicación de tensiones entre los pastunes (mayoritarios), los tayikos, los uzbekos, los nuristaníes o los hazaras no parece bastar. En los años noventa, los talibanes fueron básicamente pastunes, y la Alianza del Norte eran todos los demás contra aquellos. Nos interesará ver el nuevo organigrama del régimen, primero en Kabul y luego ciudad a ciudad, valle a valle. ¿Dónde están los descendientes políticos de Massud, Rabani o Khan? Será probablemente un régimen integrista en lo social, totalitario en lo político, pero que buscará relaciones estables y pragmáticas con todos sus vecinos. La entrada en Kabul parece estar haciéndose de modo soft, veremos que harán las embajadas extranjeras.
Y, por cierto, ¿dónde está la oficina internacional de “lecciones aprendidas”? No parece existir, ni se la espera.
Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política de la Universitat de Barcelona.
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