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tribuna
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La nueva y vieja guerra de la ultraderecha contra las mujeres

Junto a la defensa de la pureza racial, no se puede obviar que el nuevo supremacismo incluye el desprecio a los avances en igualdad, que ve como una amenaza a la antigua dominación machista

Jan-Werner Müller
Ilustración tribuna 11.08.21
Eulogia Merle

El mes pasado se cumplió un lúgubre aniversario que no pasó inadvertido. El 22 de julio, como recordaron los comentaristas de todo el mundo, hizo 10 años que murieron 77 personas a manos de un terrorista noruego de extrema derecha. Detonó una bomba frente a las oficinas del primer ministro en el centro de Oslo y luego cometió una matanza entre los adolescentes que asistían a un campamento de verano del Partido Laborista en la isla de Utoya.

Casi todos los análisis publicados trataron de explicar el horror por “la mezcla indisoluble de sentimientos antimusulmanes y antisocialdemócratas” del criminal. Mientras algunos expresaban su alivio porque no haya habido imitadores, otros aprovecharon la ocasión para culpar al “neoliberalismo” y otras abstracciones como únicas causas. Una cosa que estuvo sorprendentemente ausente de las opiniones de los expertos fue la innegable misoginia del asesino.

Tras más de 10 años de observar la reaparición en todo el mundo de la extrema derecha, seguimos infravalorando la importancia del género —en especial, las defensas del patriarcado— como puente de unión entre los extremistas y los conservadores tradicionales, cada vez más dispuestos a colaborar con ellos.

A algunos les preocupa que interpretar un manifiesto difundido en internet por un asesino de masas suponga concederle la victoria y ayude a extender su nociva ideología. Pero no podemos permitirnos el lujo de cerrar los ojos e ignorar la mentalidad de un asesino, ni debemos ceder ante el miedo irracional a que las ideas de los terroristas sean tan atractivas que la única solución sea suprimirlas (un argumento que se emplea a veces para justificar la prohibición de Mein Kampf).

Desde luego, muchos programas con mensajes de odio no son más que pastiches de fragmentos ya publicados, lo que significa que las ideas peligrosas están ya al alcance de cualquiera en todas partes. Pero, si nos paramos a comparar las diatribas vinculadas a la matanza de Utoya con los mensajes asociados al atentado contra los musulmanes en Christchurch, Nueva Zelanda, en 2019, las semejanzas son llamativas. Como también lo son los paralelismos entre esos mensajes y los programas de los partidos populistas de extrema derecha.

Al fin y al cabo, los políticos de extrema derecha llevan decenios afirmando que nos están robando “nuestro país”. Se supone que “nuestro país” es una nación blanca y cristiana, cada vez más amenazada por el islam. Cada vez llegan más inmigrantes musulmanes, dicen, y cada vez tienen más hijos, que al parecer acabarán “sustituyendo” a los legítimos habitantes de la “patria”. Sin embargo, junto a estas teorías nativistas y conspiratorias sobre la “gran sustitución”, también se advierte una inequívoca admiración por la virilidad tradicional que en teoría promueve el islam. Ese es el motivo de que los supremacistas blancos, en la manifestación celebrada en Charlottesville en 2017, gritaran: “¡Queremos una sharia blanca ya!”.

A la hora de la verdad, el verdadero problema para muchos miembros de la extrema derecha es el liberalismo y, en particular, la liberación de la mujer de las leyes y normas sociales que aseguran la dominación masculina. En su opinión, el liberalismo no significa solo apertura (o al menos porosidad) y flexibilidad; lo que les parece amenazante es que pone en tela de juicio la autoridad tradicional, en especial la autoridad patriarcal para tomar decisiones sobre el cuerpo de la mujer.

El asesino del 22 de julio no dejó ninguna duda sobre su deseo de restablecer el patriarcado. En su mundo ideal, las mujeres estarían estrictamente controladas para garantizar la reproducción del Volk blanco y cristiano. Detallaba cómo se podría conseguir remontándose a los años cincuenta, cuando los hombres mandaban y las mujeres eran sumisas; o con un programa en el que se pagaría (lo mínimo) a madres subrogadas de países pobres para que tuvieran hijos europeos; o desarrollando un útero artificial que permitiría prescindir por completo de las mujeres.

Con su fantasía sobre la total destrucción de las mujeres, su plan para el 22 de julio de 2011 incluía la decapitación en público de Gro Harlem Brundtland, la primera mujer primera ministra de Noruega (que estaba en la isla pero, por casualidad, se fue antes de lo previsto el día de la matanza).

Como han señalado varios analistas astutos, la extrema derecha oscila entre el sexismo benevolente y el hostil: o las mujeres son débiles contenedores que necesitan protección o son taimadas agresoras que están destruyendo las naciones-Estado de Occidente en nombre de la igualdad de género. Esta caracterización convierte a los hombres en víctimas y permite a los que recurren al terrorismo afirmar que no son ellos quienes han iniciado la violencia. Son “víctimas” y por tanto tienen derecho a reaccionar ante las agresiones e incluso permiso para aniquilar al enemigo. Es la misma lógica que se vio en el asalto del 6 de enero de este año al Capitolio de Estados Unidos, en el que la mayoría de los violentos fueron hombres que actuaban contra mujeres destacadas como la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi (cuyo despacho saquearon).

El Partido del Progreso de Noruega, de extrema derecha, se ha esforzado en desestimar el hecho de que el asesino de Utoya perteneciera a sus juventudes y decir que esas denuncias no son más que una cínica instrumentalización de la violencia. Igual que los republicanos estadounidenses han acusado a los que cuentan la verdad sobre el 6 de enero de “hacer política con ello”.

Pero a quienes proclaman que la patria está amenazada —los dirigentes del Partido del Progreso habían hablado de la “islamización furtiva”— e incitan al odio contra las minorías impopulares no puede sorprenderles lo que la filósofa Kate Manne denomina la “agresividad filtrada”. Cuando Björn Höcke, de la ultraderechista Alternativa por Alemania, exige que “debemos redescubrir nuestra virilidad, porque solo entonces podremos ser militantes”, sabe muy bien cuál va a ser el efecto de su retórica.

En conjunto, a la extrema derecha le viene muy bien la inmensa ayuda material y económica de la que disfrutan los defensores de “los valores familiares”. Además, los populistas de extrema derecha tratan de dar una imagen más aceptable para los conservadores tradicionales haciendo hincapié en que comparten unas mismas prioridades sociales. Es fácil entender por qué lo hacen: solo han conseguido llegar al poder cuando las fuerzas de centroderecha han colaborado con ellos.

El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, lleva mucho tiempo utilizando esa estrategia, apelando a los partidos de centro derecha con el argumento de que su régimen autoritario y cleptocrático es una versión genuina de la Democracia Cristiana. Por eso mismo su Gobierno se opone enérgicamente al matrimonio entre personas del mismo sexo y hace todo lo posible para vincular la homosexualidad con la pedofilia. En unas leyes recientes contra el colectivo LGTBI, Orbán ha dejado muy claro que el verdadero objetivo no es la fidelidad a la ley natural, el supuesto “orden natural”, sino la incitación al odio contra las minorías.

Debemos ser conscientes de que el atractivo ideológico y emocional de la extrema derecha no se limita a un solo elemento como el odio al islam. Los partidos de extrema derecha pueden ser flexibles a la hora de destacar uno u otro de sus objetos de odio, sin dejar de mantener siempre el supremacismo cristiano blanco, la misoginia y el antiliberalismo militante estrechamente entrelazados. Esta es una mezcla que, sea en la forma que sea, los partidos decentes de centro derecha no deben tolerar jamás.

Jan-Werner Müller es catedrático de política en la Universidad de Princeton, es investigador en el Instituto de Estudios Avanzados de Berlín y autor de Democracy Rules (Farrar, Straus and Giroux, 2021).

© Project Syndicate 2021. www.project-syndicate.org

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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