Curandera
El ‘hágalo usted mismo’ y el síndrome de Ikea, aplicados a enfermedades desatendidas por una precarizada sanidad pública, arrasan en las playas españolas


No es que yo pretenda que el contacto con el mar eleve nuestras almas hacia el vapor de la conversación filosófica o, por el contrario, la haga descender a ese nivel disfrutón en el que las olas nos huelen a paella y la paella nos huele a ola, mientras el sol regenera esqueleto y memoria de otros veranos. Rompiendo capas fotoprotectoras, el sol alcanza ese plexo, que no por cualquier cosa recibe el nombre de solar, y te ensancha el corazón. Pero como no hay bien que por mal no venga, y para ciertas naturalezas puras los tomates son una bendición vitaminada, mientras que, para otras naturalezas más corrompidas por los placeres del buen comer y pimplar, representan un veneno que sube a niveles intolerables el ácido úrico, el sol también puede ser origen de tumores y lesiones incompatibles con la vida. Esta cavilación nace de las conversaciones que escucho en mis paseos por la playa. Ustedes me podrían afear el poner la oreja, pero poner la oreja es consustancial a mi oficio. Incluso en los horarios playeros juveniles se oyen relatos espeluznantes sobre frecuencias evacuatorias y mononucleosis. El verano y sus desnudeces multiplican nuestra conciencia del cuerpo en lo que el cuerpo tiene, no solo de juncal, sino sobre todo de mortal. La covid agranda esta conciencia barroca.
“¿Tú qué estatinas tomas?, ¿cuántos miligramos?”; “Yo me hago papillas de alpiste que reducen naturalmente el colesterol. Déjate de estatinas”; “¿Ocho y medio, catorce, ¡qué barbaridad! ¿Te doy una pastilla de las mías?”; “El otro día me quité un uñero siguiendo un tutorial. Y tan pimpante”; “¿Te has bebido una cerveza después del supositorio? La interacción es terrible”; “¿Y esa manchita? Déjame mirar, ¿tiene relieve?, ¿te pica? Los melanomas…”; “Ayer estuve viendo House: tengo lupus, fijo”. Traumatólogos y urólogas usan la santa paciencia cuando dolientes de toda condición acuden a sus consultas con diagnósticos predefinidos. El hágalo usted mismo y el síndrome de Ikea, aplicados a enfermedades desatendidas por una precarizada sanidad pública, arrasan en las playas españolas. El doctor Rosado y Saber vivir, médicos televisivos en plan cinema verité, en conjunción con series de hospitales coadyuvaron a la espectacularización de la vida infecciosa y al nacimiento de esa medicina pop que nos hace dudar de la conveniencia del autodidactismo cuñadista y desear el retorno de Sinué, el egipcio, y los sacerdotes del templo. Echo una mágica entraña de animal a la fogata y veo: las facultades de Medicina impartirán sólo cursillos, y cada estudiante hará prácticas y vivisecciones con sus propios órganos. Todo el mundo opinará sobre el tratamiento de sus macroadenomas hipofisarios y granulomas piógenos. Para algo son suyos. Nada es más nuestro que nuestras inflamaciones. Luego hay personas sensatas que dicen que a quién se le ocurrió la feliz idea de que podíamos elegir nuestra vacuna preferida, como si tuviéramos criterio o las vacunas fueran fragancias embotelladas. Esto sucedió. Mientras tanto, háganme caso: las llaves huecas curan los orzuelos, y el tomate es fatal para el ácido úrico. Los callos, sin embargo, convienen a los gotosos —las gotosas son más raras— y, si le duele mucho, déjese de tonterías, no se encomiende ni a dios ni al diablo y tome alopurinol. A un pariente mío se lo recetó su tabernero de confianza.
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