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Columna
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Ludita

Queremos encontrar un punto intermedio entre la casita del árbol y el hotel nicho, entre abandonada intemperie y geolocalización

Marta Sanz
Fotograma de la película 'Blade Runner'.
Fotograma de la película 'Blade Runner'.

No condenéis a los zurcidores que rompieron máquinas de hilar ni a los rurales muchachos del capitán Swing. Dicen en Wikipedia —fuente autorizada— que ellos no se oponían al progreso, pero temían el hambre. Nosotras, ahora, amamos las máquinas de escribir con sus cintas entintadas y el sonido de sus teclas. Amamos espejos, autómatas, microscopios. Unimos nuestros corazones con los de replicantes que vieron rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Adoramos las lavadoras, sus programas cortos y eco; las amamos como becerros de oro y les dedicamos un altar. Reservamos el lavado a mano en el río para que Rosalía cante en una peli de Almodóvar. Nunca renunciaríamos a la penicilina ni a esas inyecciones, en vítrea jeringuilla, que te dejaban la pata tiesa. “Es que cristalizan”, lamentaban los practicantes mientras nosotras, con soplos cardiacos o sarampiones, poníamos el culo más duro que una piedra. Ni siquiera renunciaríamos a esos curativos dolores y, sin embargo…

Nos gustaría encontrar un punto intermedio entre la huida neorrural, el redescubrimiento del trillo, los deslizantes placeres de limpiarse con un canto después de defecar al aire libre, el amasado doméstico del pan, un punto intermedio entre estas cosas y la velocidad de las wifis que atraviesan paredes y estómagos, ojo seco por irradiación de las pantallas, pequeños robots que asisten en las residencias de la tercera edad. No son realidades excluyentes, pero nos estamos transformando en fanáticas del emplasto frente al rayo láser —o viceversa—, o lo alternamos como si lo uno pudiera limpiarnos de lo otro, o lo combinamos excéntricamente convirtiéndolo en oxímoron. Zoom y cochiquera. Nos gustaría encontrar un punto intermedio, acaso síntesis, entre oír a la banda y el vértigo tubular de Spotify; entre el trueque y las tarjetas de crédito obligatorias; entre las cartillas de ahorro —”Vengo a actualizar la cartilla”, decían nuestras eficientes abuelitas— y la obligación de descargarse tropecientas mil aplicaciones —apps— para la supervivencia. Un punto intermedio entre el teletrabajo expandido como chapapote a lo largo de todas las horas del día y las máquinas para fichar en las antiguas oficinas con sus dispensadores de café matarratas y sus horas extra no remuneradas. Denunciamos la explotación de la entrega a domicilio y la falsa autonomía de quien ensambla las piezas de sus propios muebles. El programa de reconocimiento de voz no nos reconoce y, cuando contamos secretos, nos graban insólitos micrófonos. Se nos estropea el móvil y entramos en el bucle de la atención al cliente —somos clientas masivas, no queremos pensar qué sucedería si fuésemos ligeras clientas—; compañías de luz y gas nos llaman para robarnos con un procedimiento más domótico y solidario; nos venden 300 gigas y no sabemos en qué lengua hablamos. Intentamos alfabetizarnos y ser desenvueltas, pero, aunque el confinamiento acabó, seguimos dentro de una pantalla, prisioneras de la flexibilidad de los líquidos espesos, ahogadas en imperfecto futuro, perdiendo sentido del humor y lenguaje metafórico frente a la precisión abstrusa de la neolengua. Queremos encontrar un punto intermedio entre la casita del árbol y el hotel nicho, entre abandonada intemperie y geolocalización. Y, con todos nuestros respetos, no queremos irnos a vivir al campo. Ni combinar azada con inalámbrica red. Eléctrica amapola.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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