Dostoievski en Vallecas
El derecho a una vivienda es la base para que otros puedan hacerse efectivos, pero el problema es que hay quien la ve como un “cajero automático” cuando es ante todo nuestra segunda piel
En mi ciudad, donde el precio medio del alquiler roza el salario mínimo interprofesional, ni la covid ni el “escudo social” del Gobierno han detenido los desahucios. Aunque la Barcelona de 2021 dista del San Petersburgo de 1866, Crimen y castigo describe perfectamente la angustia de los inquilinos que, como Raskólnikov, no pueden pagar el alquiler (ya sea a un particular, un banco o un fondo de inversión), pero también de quienes lo abonan religiosamente y, aun así, viven pendientes de que se les comunique una subida inasumible, lo que se conoce como “desahucio silencioso”. En un estudio reciente sobre 2.000 hogares de la capital catalana se concluía que la opción del alquiler convierte al arrendatario, sí o sí, en vulnerable. Cuando de media se aporta más del 40% de los ingresos a la vivienda, el estrés financiero se cronifica, y hoy los desalojos por impago de alquiler ya superan a los derivados de ejecuciones hipotecarias.
Dostoievski, que sabía de lo que escribía, ya que cambió decenas de veces de domicilio y unas cuantas fue desahuciado, usó en su novela el problema de la vivienda como medida del sufrimiento humano. En un caluroso día de julio el estudiante Raskólnikov se enfrenta al suplicio de bajar a la calle, porque puede cruzarse con su casera. El escritor ruso, que buscaba inspiración en los periódicos de su época, encontraría material de sobra en los actuales para adaptar su historia a nuestros tiempos. Leería que, hace un mes en Sants, Segundo Fuentes se lanzó por la ventana cuando la comitiva judicial se presentó en su piso para proceder al desahucio (en ese trance el riesgo de suicidio se multiplica por cuatro). O que, en Vallecas, en lugar del hacha que Raskólnikov usó para librarse de la usurera, efectivos policiales empuñaron una maza para derribar la puerta de Manuela, Jesús y sus cuatro hijos menores.
Las clases media y baja españolas aún sangran del hachazo asestado en 2008. Fuimos el caso paradigmático de una burbuja inmobiliaria que pinchó sin el colchón de una oferta suficiente de vivienda pública —en España muy inferior a la media europea— o de un mercado de alquiler ajustado. El derecho a una vivienda es la base para que otros puedan hacerse efectivos, pero el problema es que hay quien la ve como un “cajero automático” cuando es ante todo nuestra segunda piel. Aún no hemos despertado del sueño pandémico y los desahucios siguen ahí.
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