Ver, diseñar y forjar el futuro de la educación
Nuestro sistema escolar ha sido un gran factor de modernización, pero la transformación digital de toda la sociedad exige darle una importancia renovada
Monsieur Jourdain, el burgués de Molière, llevaba cuarenta años hablando en prosa cuando se enteró de ello con gran alborozo: después de todo, no se necesita estudiar gramática formal para manejar bien el lenguaje. Nosotros, estudiantes, padres, profesores, directores, activistas, analistas, consejeros y ministros, tomamos opciones y decisiones sobre la base de una prospectiva implícita no sólo del sistema educativo sino de otros que lo rodean: familia, empleo y economía, tecnología, política y ciudadanía... Pero no ser consciente de los presupuestos de nuestras decisiones puede tener otras consecuencias. La gramática profunda, al fin y al cabo, es muy estable (pese a la presión de la lingua franca y de las modas ideológicas). La educación, sin embargo, está siempre vinculada al futuro por la sucesión de las generaciones y cuelga por ello mismo del pasado. Nuestro sistema escolar es un producto de la modernidad y ha sido un gran factor de la modernización, esa era en la que teníamos, o así lo creíamos, certidumbre sobre el porvenir: progreso económico, igualdad social, etcétera. Hoy atravesamos un cambio de época, de alcance histórico (hiperhistórico, diría L. Floridi), que nos lleva a una época de cambio, incierta o líquida, que será vivida no de una generación a otra sino, de manera intensa, a lo largo de cualquier generación, empezando por las que ahora habitan la escuela. La mejor caracterización que tenemos de esta sociedad en la que ya entramos es, por cierto, como la era de la información, del conocimiento, digital, etcétera, lo que inevitablemente conduce a una importancia renovada y reforzada de la educación. No quiero con ello decir que esta será solución suficiente a ninguno de nuestros problemas, pues, como una vez dijo Basil Bernstein, la educación no puede compensar por la sociedad; pero sí que es, y cada día más, una condición necesaria para casi todo: poder tener vidas más plenas, aumentar y mejorar el empleo, combatir las desigualdades excesivas, fomentar la participación ciudadana...
El problema de nuestras prospectivas implícitas, espontáneas, no sujetas a contraste, es que no suelen ser muy buenas, pues se basan en pensar que todo seguirá igual o en proyectar linealmente las tendencias que creemos percibir, por no hablar de los catastrofistas ni los evangelistas, que en el sector abundan. Lo que ha hecho el proyecto España 2050, en cuyo Grupo 2 he tenido el honor de participar, ha sido elaborar y explicitar una prospectiva a tres decenios para que el debate sobre la sociedad y la educación españolas que tenemos, prevemos y queremos, que no son lo mismo, incorpore una dimensión estratégica. La prospectiva es en gran medida eso: distinguir lo posible, lo probable y lo preferible (W. Bell). No voy a desmenuzar aquí el trabajo realizado, al alcance de todos en su totalidad y en resumen, sino que me limitaré a dos observaciones
La primera es que nuestro sistema educativo arroja niveles de repetición de curso, no obtención de la titulación básica (“fracaso”), desmotivación galopante (pese a iniciar la escolaridad con un alto grado de identificación), abandono inmediato (al cumplir los 16 o al terminar, bien o mal, la ESO), abandono prematuro (estar entre 18 y 24 sin tener un título post-obligatorio ni cursarlo), resultados medios débiles en las pruebas internacionales, un peso no deseable del origen familiar en la progresión escolar y un alto grado de segregación social entre centros que no corresponden al nivel económico y social de España ni al esfuerzo realizado en el último medio siglo. Se trata de problemas encadenados entre sí que obedecen a viejas normas legales, inercias históricas, certidumbres injustificadas, hábitos sociales y reflejos profesionales arraigados en la idea de una escuela selectiva, el trasunto institucional, lo que la psicología (Carol Dweck) llamaría una mentalidad fija y no de crecimiento. Lo que hemos hecho ha sido poner cifras y plazos a la tarea de resolverlos, llevando el sistema educativo a la altura que el país merece, y al coste de no hacerlo.
La segunda es que este conjunto de objetivos y otros que no ha lugar mencionar aquí requieren una actuación simultánea y decidida en distintos frentes. El más obvio, abordado ya por la LOMLOE, y algunas comunidades autónomas, es reforzar la inclusión y revertir la segregación intercentros. También es una prioridad asumida culminar el tránsito a un diseño competencial del currículum. Deberían serlo ya la reforma de la profesión docente (formación y selección iniciales, desarrollo y carrera), la gobernanza de la educación (en particular el papel de los centros, con sus proyectos y direcciones, y del ámbito local), la transparencia y evaluación del sistema en todos sus niveles y una financiación mejor y, sobre todo, más enfocada. Pero mientras tratamos de llegar adonde hoy están los mejores sistemas escolares, no perdamos de vista el cambio de época que a todos nos engulle y nos desafía. La escuela como la conocemos fue diseñada para el mundo del Libro (con mayúscula y en singular, para un par de milenios) y la imprenta (de tipos móviles, para otro medio milenio, el último), pero ya estamos en un mundo digital. Esto permite y requiere una transformación radical en el aprendizaje y en la institución que (junto al cuidado) se ocupa del mismo: no la digitalización de lo que hay, con mejoras en eficacia y eficiencia, sino una transformación digital, pedagógica y organizativa, hasta llegar a la arquitectura misma del sistema (en sentido metafórico y literal) que haga pleno uso de las nuevas capacidades y oportunidades a nuestra disposición. En cierto modo, estar todavía algo atrás es la ocasión para lo que en el ámbito de la innovación se llama el salto de rana, llegar directamente a la cabeza; no verlo así por falta de ambición nos expondría al temido eterno retraso de Aquiles tras la tortuga o, peor, al seguro y más real de la tortuga en pos de Aquiles.
Nuestra contribución a España 2050 no quiere cerrar un asunto (eso nunca llegará) ni abrir un debate (siempre lo ha estado), sino propiciar una visión estratégica que echamos de menos porque no la hay, no se ve o no se comparte, y hemos tenido la gratificante experiencia de hacerlo desde un abanico muy amplio de sensibilidades, creencias y opciones personales. No buscamos predicciones exactas ni una agenda imperativa, pero no íbamos a excusarnos en el pesimismo habitual, ni siquiera en la socorrida versión Roland-Gramsci. Al contrario, queremos sumar el optimismo de la inteligencia, que está al alcance de todos, al optimismo de la voluntad, que damos por sentado y universal: o sea, proponemos una senda en la que ponernos a trabajar. El mejor modo de predecir el futuro, se ha dicho, es crearlo (Dennis Gabor), incluso inventarlo (Alan Kay). Pongámonos a ello.
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense y ha colaborado en el grupo de trabajo sobre educación del informe España 2050.
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