Mantener las apariencias
El escándalo alrededor de la cultura de la cancelación pone en el objetivo al laureado novelista norteamericano Philip Roth y a su biógrafo. La cuestión ahora es: ¿podemos seguir fingiendo sorpresa ante estos acontecimientos?
Mantener las apariencias. Durante mucho tiempo el término aludió al cuidado de la propia fama en un contexto de doble moral. El hombre o la mujer que finge desinterés erótico por otras personas, que no tiene experiencias extramatrimoniales (o se cuida de su privacidad) y que reproduce las expectativas de una sociedad burguesa mantiene las apariencias. De esta forma, la violación del compromiso de fidelidad en el matrimonio podía resolverse de dos formas. Una es hacer ver que tal cosa no ha ocurrido (mirar para otro lado) y la otra es simular sorpresa y escándalo… ante una realidad que todo el mundo sabe que está muy extendida. Hacer pública una infidelidad implica una ceremonia social que salda el honor de una persona: “no me puedo creer que haya hecho eso”, siendo eso algo que todo el mundo sabe que ocurre en todas partes. Todo el rato.
Hoy “mantener las apariencias” también tiene otro significado: evitar no ser descubierto en un abuso. Es decir, ocultar bajo la alfombra que un hombre ejerce o ejerció (ejercemos o ejercimos) violencia contra las mujeres, hacerlo en connivencia con nuestro entorno (a menudo, también femenino) y simular una indignación colectiva, en una especie de performance ritual que salda la reputación de un sujeto (lo que conocemos como cultura de la cancelación). Cuando poco antes de su muerte le preguntaron a Philip Roth por el movimiento #MeToo, su respuesta llamó la atención: “no me sorprende”, dijo. Roth conocía la condición masculina, de la que llevaba décadas escribiendo, y nada de aquello le era ajeno. La polémica publicación de su biografía, firmada por Blake Bailey, así como las dramáticas consecuencias desencadenadas, conversan directamente con aquel instante, y plantean una serie de ricos dilemas morales sobre el poder y sobre los puentes entre la vida y la obra.
El texto de Bailey ha provocado un doble tirabuzón. Se trata de un libro que desde una perspectiva abiertamente rothiana, escorada en el sujeto retratado, retrata la enajenación sexual y misógina del escritor, a la que quizá ya no podemos acceder porque la editorial ha suspendido su distribución: tras la publicación del libro, apenas días atrás salieron a la luz varios presuntos casos de violencia sexual protagonizados por Bailey, de manera que un texto que podía acercarnos a los puentes entre la obra y la persona de Roth ya no está disponible… a causa de la conducta presuntamente criminal del descubridor. ¿Es sorprendente todo esto? Citando al propio Roth sobre Weinstein, podríamos decir que nos encontramos, ante todo, con una ceremonia de la sorpresa. Bailey y Roth han escrito miles de páginas sobre hombres que actuaban impulsados por su narcisismo masculino y… pues bueno: eso mismo es lo que resultaron ser. Probablemente, la mentira más grande de la crítica literaria desde Proust es que hay que separar vida y obra. A todo el mundo le conviene que sea así.
Años atrás, Mary Karr habló abiertamente de su violenta relación con David Foster Wallace —D.T. Max, por cierto, ya había detallado que el autor del soberbio estudio sobre la masculinidad Entrevistas breves con hombres repulsivos había estado a punto de lanzarla de un coche en marcha—. Meses atrás, Hélène Devynck, exmujer de Carrère, acusó al autor de Yoga de manipular los hechos y de tener un ego despótico, entre otras cosas. Cuando leemos que hasta el terapeuta de Roth le dijo que su inclinación por las mujeres jóvenes se debía a que “una mujer madura no aguantaría tus mierdas”, o, en palabras de Bailey, que Margaret Martinson le interrumpía “con cualquier pretexto (¿Puedes salir a comprar un poco de parmesano?)”, nos encontramos con un modus operandi que ya hemos visto mil veces antes. La sorpresa solo cabe aquí como arte dramático. Y vaya por delante también, por cierto, que Roth fue un soberbio escritor de personajes femeninos.
En el recién publicado Las aventuras de Genitalia y Normativa, Eloy Fernández Porta propone que lo transgresor hoy no es ir contra las normas, sino instaurarlas. La idea sirve para explicar conversaciones ampliamente extendidas hoy como puedan ser la ley trans o el ecosistema post-MeToo. En ambos casos, asistimos a cambios generales de la conciencia y el derecho, que retroactivamente subvierten nuestra historia. “Hoy —explica en un momento la narradora de Cien Noches, de Luisgé Martín—, en nuestro tiempo, aquel acto se habría clasificado (…) como una violación. En aquellos años, sin embargo, era un procedimiento normal. La violación cometida sin violencia era únicamente un acto de amor”. Dicho de otro modo, es como si los hombres llevásemos siglos reciclando el vidrio en el contenedor azul, y de pronto descubriésemos que el color adecuado era el verde. Lo que constatan todos estos casos es que un hombre que dice que no ha ejercido violencia contra las mujeres es como un hombre que dice que no ha deseado nunca a ninguna mujer que no sea la suya: un mentiroso. A partir de aquí, podemos seguir manteniendo las apariencias y fingiendo que no es así, o tratar de sincerarnos por el bien común.
En el contexto de esta historia, uno de los más conmovedores triángulos amorosos de la cultura estadounidense es el que unió a Woody Allen, Mia Farrow y Philip Roth. Roth y Allen no se soportaban porque Farrow había estado en distintos momentos con ambos, aunque, paradójicamente, Roth y Allen podrían pasar por la misma persona: mismos temas, misma megalomanía, misma inteligencia, mismo talento, misma neurosis… En un texto titulado La fantasía de venganza de Philip Roth, Laura Marsh cuenta que el proyecto biográfico de Roth surgió como venganza contra las memorias de su exmujer Claire Bloom, Leaving a Doll’s House —evidente guiño al clásico feminista de Ibsen, Casa de muñecas—, que, por supuesto, no dejaba en buen lugar a Roth. “Roth —escribe Marsh— parecía haber clasificado a las mujeres en dos grupos: las que podían ayudarle y trabajan para él —facilitadoras del Rothworld— y las que se atrevían a pedirle cosas. A este grupo no le va bien”. ¿Cómo conciliar entonces el mundo y la obra de Farrow, amante de Roth y adversaria de Allen, con el mundo y la obra de Bloom, cuya vida con Roth acabó siendo una pesadilla?
Que el hombre encantador con una mujer resulta a su vez la pesadilla de otra constituye una de las encrucijadas morales más retorcidas de esta historia, y en general de la vida pública. De nuevo, “no me puedo creer que haya hecho eso” es la clase de enunciado que expresa una falsa sorpresa, así hablemos de adulterios o abusos. Eso es algo que los hombres hemos hecho siempre. ¿Dónde está la sorpresa? O como expresara de manera bastante redonda ya Despentes: “Si estoy rodeada de amigas violadas, lógicamente también tengo amigos violadores”. A partir de aquí, dos caminos se abren: la cancelación o la reparación, siendo el punitivismo una actitud que sintoniza mal con los presupuestos progresistas, y el reformismo un cambio que a menudo tampoco da buenos frutos. ¿Debemos seguir leyendo a Roth? ¿Debemos seguir leyendo a hombres? Quizá la cancelación no siempre tenga sentido, al menos si somos conscientes de que detrás de todo gran hombre hubo siempre… una Claire Bloom. Solo desde el saldo reputacional negativo evitaremos seguir fingiendo que lo ordinario nos parece extraordinario.
Antonio J. Rodríguez es escritor. Su último libro es La nueva masculinidad de siempre (Anagrama).
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