Así te escucho mucho mejor
Las personas que en un sitio repleto de gente ponen el manos libres lo hacen para que el odio se reparta
Escribo esta columna en un vagón del tren, tecleando en el teléfono móvil, sobre un pasajero que tengo tres asientos delante. Es un hombre a todas luces ocupado, tanto que nos empieza a ocupar a los demás. Ha desplegado sobre la bandeja su mesa de oficina, cosa que me parece bien porque peor es llenarla de guisos, y acto seguido ha llamado por teléfono, ha puesto el manos libres y lleva ahora mismo 10 minutos de conferencia. Estamos tan atónitos que nadie le dice nada. La grosería, como el disparo, tiene un poder paralizante (sobre todo si te da). En otras circunstancias yo podría caminar por el pasillo, sentarme a su lado y proponerle, como fan de Patricia Highsmith, el crimen perfecto: él matará a quien le diga, y yo a quien él me ordene, con una variante que ni Highsmith ni Hitchcock plantearon: la persona que quiero que desaparezca es él. Él y, de paso, el que habla con él.
Yo cada vez estoy más seguro de que estas personas que en un sitio repleto de gente le ponen el manos libres a su interlocutor lo hacen para que el odio se reparta. ¿Sabe ese señor desconocido cuya voz sonaba al otro lado que en el vagón de un tren ayer martes le escuchamos todos hablar de negocios, de planes urbanísticos, de políticos...? ¿No sería todo ello una cámara oculta para poner a prueba al periodista del vagón y el periodista, atontado perdido, le está dedicando una columna a lo que debería ser una portada?
Hay algo no novedoso pero sí traumático en esto. Entre las pocas cosas que debimos aprender durante la (vigente) pandemia hay una muy delicada: se nos conminó a seguir unas normas cuya desobediencia difícilmente acarreaba sanción. Es decir, se apeló a la famosa responsabilidad individual, con cuyo escudo después tantas autoridades hicieron fortuna. Tú podías, por supuesto, salir de casa fuera del horario establecido, e incluso durante el confinamiento severo irte por ahí a estirar las piernas; el problema no era encontrarte con la policía, pues no tienes agente asignado, y tampoco el virus, ya que tú solito poco podías contagiar o contagiarte: el problema, como tantas cosas en la vida, era si lo hacíamos también los demás.
Para que tú pudieses hacer eso los demás teníamos que quedarnos en casa, del mismo modo que el señor que llevo delante en el vagón puede estar pegando voces porque los demás no estamos haciendo lo mismo que él. De otra forma, esto sería una jaula de grillos en la que nadie escucharía nada. La oficina portátil en el tren, generalmente entre modos bruscos, es un clásico que se va permitiendo a duras penas porque siempre hay uno que se beneficia de que los demás tengamos vergüenza de imaginarnos haciendo lo mismo. Esto pasa en muchos más órdenes de la vida, y no solo en el espacio público.
Como yo atravieso una etapa zen que se prolonga más de 40 años, supuse que el caballero del teléfono tenía un problema en su terminal que le obligaba a poner el manos libres y contarnos, él y su socio, su vida a los demás. Tiendo a la disculpa antes que al enfrentamiento por una mezcla de cobardía y profundísimo pasotismo. Pero de repente sonó la megafonía del tren, al hombre se le hizo imposible escuchar por el manos libres y lo quitó, poniendo su móvil en la oreja como el resto de los mortales, y ante mi pasmo (y admiración, pues esta clase de cabrones son como gamusinos, imposibles de encontrar), dijo clarísimamente: “Espera, que así te escucho mucho mejor”.
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