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¿Nos estamos portando bien ahora que no hay estado de alarma?

El levantamiento de restricciones por la pandemia reaviva la tensión entre interés individual y bien común

Sergio C. Fanjul
Botellón en Madrid durante la primera madrugada sin estado de alarma, el pasado 9 de mayo.
Botellón en Madrid durante la primera madrugada sin estado de alarma, el pasado 9 de mayo.David Expósito

Una de las tragedias del mundo es que las personas somos muchas, formamos sociedades; pero tomadas de una en una somos eso, una, con nuestros propios anhelos, miedos e intereses. Surgen así conflictos entre lo público y lo privado, entre el libre albedrío y las normas comunes, entre la responsabilidad individual y la responsabilidad colectiva. Lo hemos visto de forma notable durante la pandemia —sus confinamientos y sus mascarillas—, pero también en otras cuestiones como el medio ambiente, el consumo responsable, el veto parental o la justicia social. El debate está en el aire: hasta qué punto debemos ser autónomos y cuándo debemos coordinarnos para afrontar los retos compartidos.

En realidad, no se trata de una cuestión de blanco y negro. “Desde la caída del muro de Berlín, en décadas de neoliberalismo, se ha hecho mucho hincapié en lo individual”, explica Javier Martínez Contreras, director del Centro de Ética de Deusto. Está de moda la cultura del esfuerzo, el pensamiento positivo, olvidando los contextos sociales, económicos y la responsabilidad colectiva. Pero la pandemia ha demostrado que se trata de una dicotomía falsa, opina el filósofo. Toda acción colectiva influye en el ámbito individual y todo acto individual redunda en lo colectivo. Las fronteras son borrosas, todo está entrelazado y hay quien aboga por una responsabilidad que funcione como una capa que permea a toda la sociedad. La profesora de Política de Derechos Humanos en Harvard Kathryn Sikkink, autora del libro The Hidden Face of Rights: Toward a Politics of Responsibilities (La cara oculta de los derechos: hacia una política de las responsabilidades), apunta que “las responsabilidades no se limitan a los gobiernos nacionales; también existen para los gobiernos estatales y municipales, los medios de comunicación, las organizaciones sin fines de lucro… Y llegan hasta el individuo”.

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En cuestión de salud pública, una vez más, la dimensión colectiva es indisoluble de la individual. Un ejemplo claro es la vacunación: más allá de movimientos negacionistas y antivacunas, que la OMS reconoce como amenaza, para que sea efectiva es preciso elevarse de la voluntad de cada ciudadano: una mayoría suficiente debe vacunarse. Un 60,5% de los encuestados desconfiaban en enero de que la ciudadanía, y no las instituciones, facilitara la salida de la crisis sanitaria, según un estudio del Instituto de Estudios Sociales Avanzados del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). “Muchas de las medidas que hemos tomado para paliar la pandemia han sido colectivas y han dependido de decisiones políticas”, señala el epidemiólogo Manuel Franco, profesor de la Universidad de Alcalá y de la Johns Hopkins. “Con el fin del estado de alarma, dependerá cada vez más de la responsabilidad individual”.

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Cuestión de límites

Lo importante es saber cómo compaginar la acción en ambos ámbitos, dónde acaba uno y empieza el otro. Ese punto también lleva a la polémica. De hecho, buena parte del debate entre diferentes culturas políticas (por ejemplo, entre la derecha liberal y la socialdemocracia) radica en esta cuestión. ¿Cuántos impuestos debe pagar cada individuo para contribuir a la sociedad? ¿Hasta dónde debe inmiscuirse el Estado en mis asuntos? ¿Son los pobres responsables de su situación? Un ejemplo de este contraste se da también entre EE UU y Europa. “Los estadounidenses no han realizado toda la transferencia de soberanía desde el individuo hacia el Estado, que es una normalidad para los europeos y también para los conservadores europeos de viejo cuño”, ejemplifica Daniel Innerarity, profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco. Por eso tantos estadounidenses son contrarios a una sanidad pública universal, defienden el derecho a portar armas para la autodefensa y reniegan de los impuestos. “Desde ese punto de vista, el individuo debe poder cuidar de sí mismo; los instrumentos de protección resultan sospechosos de ejercer un paternalismo injustificado”, señala Innerarity. Muchas de estas ideas van calando en Europa: en la reciente campaña electoral de Madrid, al polémico grito de “Libertad” de Isabel Díaz Ayuso, las posiciones del electorado se han escorado hacia el individualismo.

La difusión de la responsabilidad

En muchas ocasiones, una responsabilidad colectiva se reparte entre los individuos. Y los individuos, conscientes de nuestra insignificancia, eludimos nuestra responsabilidad individual. ¿Qué importa que yo malgaste agua si soy solo una persona entre millones? ¿Qué cambia en la realidad si no me compro una camiseta de una marca que explota a los trabajadores? ¿Qué importa que incumpla las normas sanitarias si solo soy una excepción? Cuando todo el mundo piensa de esta manera al mismo tiempo, sucede aquello que las normas colectivas tratan de evitar. El problema tiene nombre: la difusión de la responsabilidad.

Las sociedades son sistemas muy complejos y no siempre llegamos a ver las consecuencias de nuestros actos individuales, sentimos cierta impunidad, por eso las llamadas a la responsabilidad son ineficaces ante ciertos problemas. La llamada tragedia de los bienes comunes (o problema del ejido) consiste en la degradación de lo compartido cuando cada uno actúa movido por su interés individual, aunque a nadie le convenga esa degradación. Un ejemplo es el del medio ambiente: si cada uno derrocha recursos o emite gases de efecto invernadero sin pensar en la comunidad ni en el futuro del planeta, probablemente se acabe el planeta para todos. Solo un 54% de los españoles son conscientes de su propia responsabilidad en el cambio climático, según una encuesta del Real Instituto Elcano realizada en 2019.

Cuando mis deseos particulares chocan con las normas sociales (por ejemplo, cuando me apetece ir a una fiesta prohibida), surge una disonancia cognitiva que nos produce malestar. “Para reducir esa tensión, buscamos razones que refuercen lo que vamos a hacer y que minimicen lo negativo”, explica Florentino Moreno, profesor del departamento de Psicología Social, del Trabajo y Diferencial de la Universidad Complutense de Madrid. Se llaman técnicas de neutralización a estas racionalizaciones que deforman la base real de nuestras acciones contra el bien común y que nos descargan de culpa. Nuestra mente busca argumentos para justificar nuestros actos.

¿Cómo superar los problemas de la acción colectiva? “Es preciso destacar los valores y la satisfacción que obtenemos al adquirir responsabilidades alineadas con nuestras creencias”, dice la profesora de Harvard Kathryn Sikkink. Para ello es preciso movilizar una amplia gama de motivaciones humanas, incluido el altruismo, más allá del interés propio. “Los seres humanos somos muy propensos a emular el comportamiento de los demás. Si desarrollamos nuevas normas y aplicamos sanciones sociales para quien no se ajuste, se puede marcar la diferencia”, explica Sikkink. Dependiendo del contexto, la interiorización de estas normas sociales es muy diferente. El psicólogo Florentino Moreno añade que “en sociedades más colectivistas, por ejemplo, en el centro y norte de Europa, las personas tienden a responsabilizarse y se penaliza la lógica individualista”. En países como España, de vieja tradición picaresca, hacer trampas es casi un motivo de orgullo.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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