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Columna
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Tiempo de cerezas

Todos deseamos estos frutos en nuestras mesas, porque mientras duran sabemos que el otoño y el invierno están muy lejos y que ya habrá tiempo de lamentarse de las penas

Julio Llamazares
Un cuenco con cerezas recién recolectadas.
Un cuenco con cerezas recién recolectadas.Westend61 (Getty Images/Westend61)

“Quand nous chanterons le temps des cerises,/ et gai rossignol et merle moqueur/ seront tous en fête,/ les belles auront la folie en tête/ et les amoureux du soleil au coeur” (”Cuando llegue el tiempo de las cerezas,/ el alegre ruiseñor y el mirlo burlón estarán de fiesta,/ las mujeres hermosas tendrán la locura en la cabeza/ y los enamorados sol en el corazón”) dice el poema de Jean Baptiste Clément, poeta de la Comuna francesa, de la que tomó prestado el título Montserrat Roig para la novela que integra la trilogía que inició con Ramona, adiós y completó con La hora violeta, tres novelas publicadas en los años setenta del pasado siglo y dedicadas a la Barcelona en la que creció y vivió la escritora hasta que falleció prematuramente hace 30 años con solo 45 de edad. El poema de Clément, convertido en canción por Antoine Renard, fue el himno de la Comuna de París, aquel movimiento obrero que quiso establecer principios de libertad en contra de la monarquía, pero también una de las canciones de amor más célebres de la música francesa, que han cantado cantantes de todos los tiempos. La canción dice que el tiempo de las cerezas —el de la felicidad— es breve, pero que siempre vuelve, por lo que siempre habrá un tiempo de las cerezas en el que recuperar la alegría después de épocas de tristeza y muerte.

Metáfora o no de la felicidad, lo cierto es que el tiempo de las cerezas ha llegado nuevamente al hemisferio norte y en los mercados se ofrece esa fruta roja cuyo color evoca a la sangre mientras que su sabor trae dulzura al paladar. Después de un invierno oscuro (más oscuro que otros años por culpa de la situación del mundo), el sol y el brillo de las cerezas invitan a vivir y a disfrutar un tiempo que ya sabemos será fugaz pero que no por eso es menos real. Como los revolucionarios del poema de Clément o los protagonistas de la novela de Montserrat Roig, que se obstinan en encontrar un sentido a la vida en la promesa de un tiempo de felicidad, todos los hombres y las mujeres identificamos el tiempo de las cerezas, esta primavera tardía que dejará pronto paso al verano, con el de la felicidad por más que sepamos que esta no existe del todo y que su pérdida nos llenará de melancolía. Sabemos que es así, pero también que las cerezas siempre vuelven a los mercados y a nuestras mesas y con ellas el tiempo de la alegría y el sol, esos dos ingredientes tan necesarios para nuestro bienestar últimamente no muy abundantes por desgracia. Como al soldado francés que cantó la canción a una enfermera antes de morir según la leyenda popular, saber que el tiempo de las cerezas siempre regresa y que podremos disfrutarlo nos consuela pese a que también sepamos que tendrá fin. Por eso, algunos cuelgan cerezas de las orejas de sus amantes (para perpetuar su amor) y por eso todos las deseamos en nuestras mesas, porque mientras las cerezas duran sabemos que el otoño y el invierno están muy lejos y que ya habrá tiempo de lamentarse entonces de las penas que ni la novela de Montserrat Roig ni el poema de Clément ocultan: “Mais il est bien court le temps des cerises,/ pendants de corail qu’on cueille en révant” (”Pero es muy corto el tiempo de las cerezas,/ pendientes de coral que se cortan soñando”).

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