El arte de perder
Lamentable costumbre la de algunos perdedores, que en vez de recomponerse y comenzar a seducir a quienes les negaron su confianza optan por echarles la bronca
Siempre es difícil hablar en público tras una derrota, pero en estos tiempos de tan desacomplejada violencia verbal en los que hay vencedores que no se conforman con ganar sino que se relamen humillando, la dificultad se convierte en arte. Arte tuvo Mónica García que comenzó recordando a las víctimas de la pandemia; qué apagadas habían quedado sus voces por el fragor de la batalla. Arte tuvo Errejón cuando afeó la conducta de quienes antes que asumir su derrota riñen a los votantes que no votaron bien, una lamentable costumbre de algunos perdedores, que en vez de recomponerse y comenzar a seducir a quienes les negaron su confianza optan por echarles la bronca. Las mujeres podemos recordar ese histórico momento en el que se nos negaba el voto porque no íbamos a saber votar a quien debíamos. Curioso que fuera el partido que tenía algo que celebrar, el de haber emergido con fuerza en lo que llaman el tablero político, el que asumió con más entereza la pérdida. Esa actitud les premiará en un futuro.
Saber perder es más difícil si se está solo y eso es lo que parecía Ángel Gabilondo, un hombre solo y aturdido al que habían embaucado en un lío formidable (por usar un adjetivo tan de su hermano) del que ante los pobres resultados nadie parecía responsabilizarse. La victoria tiene cien padres y la derrota es huérfana, bien lo sabía Napoleón, pero yendo al caso presente: cuando un partido no arropa a su perdedor, no le reconoce la salud que se ha dejado en el esfuerzo, solo conseguirá a la larga que ninguna persona ajena al universo político quiera algún día participar. Triste perspectiva. A Gabilondo lo sacaron de sus casillas, de su discurso profesoral, le pusieron un traje no hecho a su medida, de tal forma que en ocasiones salían de su boca eslóganes de otro. La política no puede ser solo estrategia, aunque haya una avasalladora tendencia a reducirla a eso, sobre todo es desastroso cuando la táctica pasa por cambiar el estilo de un señor que ya se ha ganado en la vida cada gesto de su rostro, su cuerpo y su vocabulario. Con la vida nos vamos ganando el derecho a ser torpes, despistados, a ir a contracorriente, y puede que eso incluso nos haga más atractivos en la distancia corta. Observándole, muchos sentimos pánico escénico delegado viéndole inmerso estos días en tan procelosa campaña; se intuía que su ritmo natural es el del hombre que pasea, no el de quien compite en una carrera en la que se permiten las zancadillas.
Y Pablo Iglesias se fue. No se le ha ofrecido al enemigo que huye puente de plata, más bien un regodeo constante en su desaparición, un querer que se arrojara al río. Siendo una persona de cuya épica me siento profundamente alejada no entiendo el regodeo con su marcha ni tampoco que se asumiera el acoso a su familia como algo que se merecía. Es una mala noticia que puede crear un indeseable precedente. El arte de perder se aprende de niño, o te lo enseñan, igual que el arte de ganar. Quien no sabe ganar es inelegante y revanchista, quiere que el derrotado renuncie a sus razones y que sufra, olvidando que en democracia jugamos todos, el partido en el poder y la oposición. Quien no sabe ganar escenifica una mezquindad interior muy enquistada.
El arte de perder es un poema extraordinario de Elisabeth Bishop: “Practica entonces perder más aún, y/ más rápido:/ lugares, nombres, y el sitio al que se/ suponía/ que viajarías. Nada de esto será un/ desastre./ Perdí el reloj de mi madre, y —¡mira!—/ la última, o/ penúltima de tres casas que amaba/ se fue./ El arte de perder no es difícil/ adquirirlo./ Perdí dos ciudades, ambas/ adorables. Y, más ampliamente,/ algunos sitios de los que era dueña,/ dos ríos, un continente./ Los echo de menos, pero no fue/ un desastre”.
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