Elizabeth Bishop, la poeta que nos enseñó a perder
EN 1951, a la edad de 40 años, la poeta norteamericana Elizabeth Bishop parte desde Nueva York en un carguero con el deseo de dar la vuelta al mundo. No es una simple turista en busca de placeres e inspiración. Al expatriarse, anhela soltar lastre, zafarse de un pesado fardo lleno de episodios de depresión y alcoholismo, alternados con fuertes ataques de asma y brotes de eccemas, que amenaza con truncar su carrera como escritora. La competitiva escena literaria neoyorquina, sumada a la soledad que allí la invade, choca con su extremada timidez y fragilidad emocional marcadas por la ausencia de un padre que, muerto prematuramente, no alcanzó a presenciar su primer cumpleaños y de una madre que, hundida por el dolor, no tardó en ser internada en un manicomio y desaparecer por completo de su vida.
Más que crear un mundo, bishop describe con sobriedad el que ve, sin ceder nunca al sentimentalismo.
A partir de entonces, Elizabeth se quedará a veces a cargo de la familia paterna y otras de la materna, sin llegar a encontrar el calor de un verdadero hogar. De hecho, cuando vive con las hermanas de su madre, su “sádico” tío la somete a unos abusos que solo confesará décadas más tarde a su psiquiatra, como se desvela en A Miracle for Breakfast, la reciente biografía de Megan Marshall. No es de extrañar que, en una entrevista a The Paris Review, Bishop confesara que de niña se sentía como una invitada. “Creo que siempre me he sentido así”, decía. Marshall, aspirante a joven poeta y exalumna suya en Harvard en 1976, cuenta por correo electrónico que Bishop “no creía que se pueda enseñar a escribir y decía que los poemas, en su caso, empezaban como un misterio y una sorpresa y que los llevaba a término a base de gran esfuerzo y arduo trabajo”.
El buque SS Bowplate, cuyo destino era Tierra de Fuego, hace su primera escala en el puerto brasileño de Santos, y la escritora la aprovecha para visitar en Río de Janeiro a una compatriota y a su pareja, Maria Carlota Costallat de Macedo Soares, con quienes había coincidido cuatro años antes en Manhattan. El viaje toma entonces una dirección imprevista: obligada a guardar cama durante semanas por una intoxicación virulenta, acabará por quedarse más de quince años en Brasil. Su anfitriona, a quien todos llaman Lota, había nacido en París y era hija de un magnate de la prensa carioca. Cosmopolita e implicada en la vida cultural y política de su país, le abre de par en par las puertas de su impresionante hacienda Samambaia (helecho gigante) en Petrópolis, 70 kilómetros al norte de Río de Janeiro. Cuando se estrecha la relación entre ambas, Costallat, arquitecta y paisajista autodidacta, manda edificar expresamente un estudio para la poeta. Suspendido en el aire como un mirador de cristal, se alza de espaldas a la casa, ajeno al trajín doméstico y arrullado por las aguas de un riachuelo.
El escritor Michael Sledge reconstruye en Cuanto más te debo (Vaso Roto, 2016) la relación sentimental entre las dos mujeres. Una historia vivida con intensidad y con desenlace trágico: Lota murió por una sobredosis –no se sabe si accidental– en una visita a su ya examante en Nueva York, en 1967. Durante los 14 años de vida en común, la escritora crea piezas memorables en prosa en las que recupera, por ejemplo, los ecos de su difícil infancia en Nueva Escocia (Canadá) y Massachusetts; publica su segundo poemario, Una fría primavera, premio Pulitzer en 1956, y concibe un tercero, Cuestiones de viaje (1965), en el que lanza esta pregunta: “¿Es falta de imaginación lo que nos obliga a venir / a lugares imaginados, en vez de quedarnos en casa?”. La paisajista carioca, por su parte, trabaja, infatigable, durante los últimos años de su relación, para dar a su ciudad el imponente Parque del Flamenco: un proyecto agotador que se cobrará un alto precio personal.
“Su escritura era una labor tan rigurosa que llevar un poema a un punto aceptable podía llevarle años”, decía de ella el escritor Michael Sledge.
Todo lo que Costallat tiene de expansiva y segura lo tiene Bishop de tímida e introspectiva, pero en la combinación de esos polos opuestos surge un vínculo que transformará la vida y la obra de ambas. Para Bishop supuso echar raíces por primera vez en un lugar y permitirse ser merecedora del amor de alguien: “A veces parece que solo las personas inteligentes son lo suficientemente estúpidas para enamorarse y que solo las estúpidas son lo suficientemente inteligentes para dejarse amar”, escribió en un cuaderno. Cuando sus caminos se cruzan definitivamente, Bishop ya había publicado un primer poemario, Norte y sur. Sledge apunta que su “escritura era una labor tan rigurosa que llevar un poema a un punto aceptable podía llevarle años”.
Más que crear un mundo, como hacen muchos poetas, Bishop describe con sobriedad el que ve, sin ceder nunca al sentimentalismo, que detestaba, y parece animar sosegadamente al lector a observarlo más de cerca. La suya es una poesía de la percepción en la que las palabras transmiten una verdad transitoria, nunca absoluta, sin explayarse en confesiones ni verter sentencias categóricas. En su obra confluyen extrañamente lo impersonal con lo íntimo. Bishop rehuía las etiquetas, cualesquiera que fueran: mujer, lesbiana, modernista o norteamericana. Su docena de relatos y sus cuatro poemarios, uno por década desde que debutara, dan buena cuenta de la exigencia con la que afrontaba cada composición.
Megan Marshall, su biógrafa, cree que la popularidad de la escritora no dejará de crecer y menciona, entre otros ejemplos, la reciente obra de teatro de Sarah Ruhl, Dear Elizabeth, que condensa 800 páginas de relación epistolar entre Bishop y el también poeta Robert Lowell. En uno de sus mejores poemas, Bishop nos recuerda algo tan simple, a la vez que esencial, como que vivir es aprender a conjugar el verbo perder: “Pierde algo cada día. Acepta el sobresalto / de las llaves perdidas, de la hora malgastada. / No es difícil dominar el arte de perder”.
Marshall subraya que Bishop “nos muestra que la pérdida es una experiencia universal, y al escribir tan bien sobre este tema consigue crear, paradójicamente, algo que perdura”. Añade que la poeta era amante del español, lengua que aprendió de adulta y a la cual se sentía unida “desde que pasó varios meses, durante la II Guerra Mundial, en México, donde conoció a Pablo Neruda, y que fue entonces cuando debió de saber de la existencia del poeta Miguel Hernández, cuya Elegía intentó traducir en 1970, y que sin duda influyó en la composición de su inmortal Un arte, su elegía”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.