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Protestas en Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La guerra contra el pueblo

Ni en la guerra rural, ni en la urbana de ahora, se trata de luchar contra un enemigo sino de usar a la población civil como un banco inagotable de cuerpos reutilizables como bajas en combate

Un hombre se manifiesta contra la violencia policial en Bogotá
Un hombre se manifiesta contra la violencia policial, el pasado 1 de mayo, en Bogotá.Ivan Valencia

En Colombia las redes sociales han censurado muchos de los videos que registran los ya incontables atropellos y crímenes de la fuerza pública contra la población civil durante las protestas del paro nacional iniciado el pasado miércoles. Imágenes consideradas “ofensivas” por el siempre neutral algoritmo donde vemos, por ejemplo, un helicóptero disparando contra la gente que ha salido a manifestarse pacíficamente en un parque, un grupo de policías que pasan en moto delante de un jovencito y le disparan a quemarropa con un arma corta, una tanqueta del ejército lanzando rockets en un barrio popular bogotano convertido de repente en zona de guerra, uniformados sorprendidos mientras se disfrazan de manifestantes para infiltrar las marchas y cometer actos vandálicos, otro donde se ve cómo cortan la luz en un sector residencial y empiezan a disparar a mansalva o las escenas de la masacre en la populosa loma de Siloé, al occidente de Cali, la ciudad que se ha convertido en el núcleo duro de la resistencia. Menciono esas imágenes censuradas, o que circulan con dificultad en medio del caos desinformativo, con la esperanza de que su concatenación arroje otra imagen, quizá más clara, con mejor resolución: Colombia en estos momentos se encuentra bajo control militar, a merced de unas fuerzas armadas que están entrenadas para hacer la guerra en un contexto de conflicto armado y no para manejar situaciones de orden público. La consecuencia inmediata de esa táctica bélica es que nosotros, los que nos manifestamos, pero sobre todo el pueblo hambriento y desesperado que prefiere morir en la marcha antes que seguir viviendo así, sin atisbo de futuro, sin horizonte laboral, sin derechos elementales, nosotros, digo, hemos sido despojados de nuestra condición de ciudadanos para ser considerados objetivo militar. Se puede decir más simple: en estos momentos las fuerzas armadas de Colombia están empleando todos sus recursos para tratar a la población civil descontenta como un enemigo.

Escribo esto desde las montañas del Cauca, al suroccidente de Colombia, una de las regiones más castigadas por el conflicto, así que en los últimos días veo pasar los helicópteros por mi ventana a todas horas y alcanzo a oír los disparos, los gritos, las ambulancias y a oler el humo de las lacrimógenas lanzadas contra las barricadas que tapan la carretera Panamericana, a escasos kilómetros de aquí. Por desgracia, todo lo que se está viviendo en las ciudades colombianas en estos momentos no es ninguna novedad en zonas rurales como esta. Los que viven en este lado del país, quienes conocen y sufren la política territorial del conflicto armado, el extractivismo descontrolado y el narcotráfico desde hace décadas, saben que las fuerzas militares y la policía son capaces de todo eso y más.

Durante las últimas dos décadas el uribismo había logrado instaurar con cierto éxito la narrativa de que estos territorios, simbólica o geográficamente apartados de los grandes centros urbanos, funcionaban como el escenario oculto de una guerra casi invisible para los televidentes de Bogotá, Cali o Medellín. Esa desconexión emocional y cognitiva de los dos países fue fundamental para que Uribe pusiera en marcha una estrategia de poder basada en la doctrina clásica del enemigo interno -las guerrillas marxistas y el narcotráfico- y la necesidad de emplear la famosa mano dura precisamente aquí, en la trastienda de la nación, donde las economías legales e ilegales se trenzan para formar una máquina mortífera. En la práctica, esa mezcla de represión militar y gamonalismo clásico supuso el aplastamiento progresivo de las históricas demandas sociales expresadas por las luchas de campesinos, indígenas y afros. Mientras Uribe pudo mantener separadas a las dos colombias, separadas aunque fuera en el relato, por más que el conflicto se recrudeciera en los márgenes de las ciudades, esa estrategia logró consolidar su liderazgo político y le otorgó una credibilidad de la que no ha gozado quizá ningún político colombiano en toda la historia del país. Uribe era entonces el salvador de la patria, a pesar de que las denuncias por violaciones de derechos humanos se acumulaban en su contra. A nadie le importaban los datos sobre masacres, ejecuciones extrajudiciales, escándalos que vinculaban a altos funcionarios del gobierno con el paramilitarismo o el narcotráfico; daba igual mientras se mantuviera incólume la ficción de que, en últimas, era necesario hacer la guerra para civilizar estas regiones indómitas, habitadas por salvajes, enemigos del progreso y comunistas anacrónicos. El enemigo siempre era un otro, una abstracción, con suerte una caricatura exótica y fue en medio de ese clima ideológico donde se produjeron los llamados “falsos positivos”, esto es, civiles inocentes asesinados por militares para ser presentados como bajas en combate. 6.402, según las cifras de la JEP, el tribunal especial para la paz. A estas alturas ya sabemos, gracias a las investigaciones oficiales, que los falsos positivos no fueron un hecho aislado sino una política sistemática ordenada desde arriba. Y añado yo, no fueron solo una táctica de guerra, sino un paradigma de gobierno que responde a la noción de necropolítica desarrollada por el filósofo camerunés Achile Mbembe, es decir, una técnica de control social basada en la producción selectiva de grupos humanos entregados al exterminio.

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Y aunque el relato esquizoide de las dos colombias y la fantasía de la guerra como proyecto civilizatorio venían resquebrajándose a raíz del Proceso de Paz, la situación parece haber cambiado radicalmente en los últimos días a partir de la respuesta de Uribe y su presidente Iván Duque a las protestas que han llenado las calles de pueblos y ciudades en todo el país. Ya no hay ninguna línea divisoria que separe a las ciudades del campo. Ya no hay una Colombia que mira la guerra por televisión y otra que la sufre en carne propia. Y la revelación más aterradora es que, ni en la guerra rural de entonces, ni en la urbana de ahora, se trata tanto de luchar contra un enemigo -siempre necesario en el esquema del necropoder- sino de usar a la población civil como un banco inagotable de cuerpos reutilizables como bajas en combate. Lo que estamos viendo en las calles y en todos esos videos censurados es la constatación de algo que la gente de estas montañas lejanas lleva dos décadas denunciando y es que, en el fondo, la guerra de Uribe fue siempre contra el pueblo. Contra todos nosotros.

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