De balas y cañas
La campaña electoral en Madrid se ha convertido en una de las operaciones políticas más indecorosas, además de estéril
Vivimos en un país con un sistema político descentralizado en el que las comunidades autónomas acumulan una amplia capacidad para tomar decisiones. Elegir a quien va a dirigir un Gobierno regional no es una cuestión sin importancia, ni puede dar lugar a un espectáculo indigno. Más bien debería ser uno de esos momentos en los que la política y quienes la protagonizan adquieren pleno sentido. Pero ¿es esto lo que realmente ha ocurrido desde que Díaz Ayuso disolvió la Asamblea y convocó elecciones anticipadamente? No lo parece.
La campaña en Madrid se ha convertido en una de las operaciones políticas más indecorosas, además de estéril. La hostilidad y las amenazas en forma de balas no han permitido ordenar una conversación sobre lo común que permita a los ciudadanos configurarse una idea bien fundada acerca de la solvencia de los candidatos y de las propuestas que los partidos han diseñado para los madrileños. Todo ha sido opacado por un estrambótico debate en torno al comunismo, la libertad, el fascismo y, ya en la recta final, sobre la propia salud de la democracia o cómo hacer frente con éxito a la ultraderecha. Capítulo aparte merece el espacio cedido a la frivolidad que representa hacer recaer la identidad de Madrid en la desacomplejada idea de tomar cañas. Se trata, sin duda, de una simpleza populista, pero también de un ejercicio peligroso de distracción sobre lo mollar. De hecho, la iniciativa conducente a hacer de Madrid un experimento de competencia fiscal muy atractivo para una minoría es una propuesta de consecuencias muy negativas para la cohesión social que merecía una discusión en profundidad. No olvidemos que detraer recursos para el diseño de políticas públicas robustas acrecienta una desigualdad que en Madrid resulta insoportable. La desigualdad, y la falta de compromiso con las herramientas para hacerle frente, son los peligros que silenciosamente erosionan nuestras democracias liberales hasta hacerlas inviables.
Efectivamente, la campaña debería haber servido para discutir sobre estos aspectos que tanto condicionan la vida de las personas y que, a la postre, resignifican el modelo de país. Que no haya sido posible es una calamidad que, en cierta medida, todos hemos consentido. Lo peor es que nada invita a pensar que los términos de hacer política vayan a cambiar en el futuro próximo. Lamentablemente, las evidencias acumuladas no dejan demasiado margen para la esperanza.
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