Fe y simpatía
Cuando la confianza en los políticos se pierde, y tu voto lo vendes tan caro que no lo sacas del estuche de la desconfianza, el país se convierte en una casa de empeños
De Lo prohibido, el bolero, siempre he celebrado, sin entenderlos del todo, los versos “Soy ese beso que se da / sin que se pueda comentar”, de un erotismo explosivo, según mis amigos más hermenéuticos. Un día, hace poco, me dio por aplicar su letra a nuestra política, recordando en las decepciones actuales la ilusión febril que los hoy mayores teníamos de jóvenes al ir, tras tanto no poder hacer lo prohibido, a las urnas. Claro que el ejercicio democrático se encarga de ir puliendo esa ilusión, y hay personas tan esmeriladas que ya ni votan.
Cuando la fe en los políticos se pierde, y tu voto lo vendes tan caro que no lo sacas del estuche de la desconfianza, el país se convierte en una casa de empeños. Y cunde el cinismo, el votar por joder, sin comentario cívico. A la panoplia que se ofrece hoy a quienes vivimos en Madrid no le falta de nada. Es una novedad la palabra nítida de Mónica García, pero otros dicen que la Ayuso seduce, y eso es de respetar: el enamorarse de lo incomprensible, en la tradición más locoide del amour fou. He incurrido una o dos veces en tales despropósitos. Miré con buenos ojos al primer Pablo Casado, por su boda con una conocida mía en la iglesia que más he pisado en mi vida, la basílica de Elche (aunque yo no iba a misa, sino a oír el Misteri que allí se representa desde hace siglos). Pronto me di cuenta del error que es votar por simpatía arquitectónica, o defender el moño epocal de Pablo Iglesias sin creerte sus marrullerías. A la falta de fe le sustituye el odio, como si los jugos gástricos y la bilis fuesen ahora el combustible social, por encima de la razón o el bien común. Por simpatía epidérmica o por creencia en la cordura metafísica de Gabilondo, con ilusión o con tedio, yo voto siempre. Y tonto el que no vote.
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