Hablemos de impuestos
De nuestro sistema tributario se afirma que tiene escasa capacidad de ingreso, una alarmante facilidad para el fraude, y que además ha perdido progresividad
Debatir sobre fiscalidad se ha convertido en un imposible. Y, sin embargo, resulta necesario hacerlo porque el sistema tributario presenta debilidades significativas. De hecho, es ya un lugar común afirmar que tiene escasa capacidad de ingreso, una alarmante facilidad para el fraude, además de haber perdido progresividad. Si esto es así, ¿por qué resulta tan difícil incluir esta reflexión en la agenda política? Dos claves pueden contribuir a explicarlo: la primera, de carácter constitucional, incide en la propia distribución de competencias; la segunda, de corte más político, conecta con los incentivos para simplificar el debate hasta abortarlo.
Efectivamente, en España el reparto de competencias en esta materia hace que conviva un modelo confederal con un modelo altamente descentralizado que otorga una capacidad de acción significativa a las comunidades autónomas e, incluso, a las entidades locales. En el primer caso, la competencia fiscal que la Constitución ha reconocido al País Vasco y a Navarra excluye a estos territorios del marco común en el ámbito del IRPF o del Impuesto de Sociedades, permitiéndoles diseñar una fiscalidad propia que puede resultar muy atractiva. Nada que objetar. Sí es pertinente insistir, no obstante, en la importancia que tiene para la sostenibilidad del modelo garantizar que la aportación de ambos territorios a la caja común responda a una fórmula periódicamente actualizada. Por lo que se refiere al resto de comunidades autónomas, éstas han aprovechado también el margen de actuación del que disponen para marcar perfil con el tramo autonómico de los impuestos estatales y configurando a su antojo aquellos impuestos para los que son competentes (patrimonio o sucesiones, por ejemplo). El resultado final no puede sorprender a nadie: un sistema fiscal incoherente (además de ineficiente) compuesto por una pluralidad de subsistemas diseñados para competir fiscalmente entre territorios. ¿Es posible revertir esta lógica tan dañina para el conjunto? No parece que las partes implicadas estén muy interesadas.
La segunda razón que explica las dificultades para mantener un debate en profundidad sobre una potencial reforma tributaria está muy condicionada por el enfoque, simplificado hasta la náusea, con el que interesadamente el tema se hace presente en el debate público. La discusión técnica de fondo nada tiene que ver con la bobalicona idea de bajar o subir los impuestos. Plantearlo así, o dejar que se haga, da por finiquitada cualquier iniciativa de calado en un tema que guarda estrecha relación con la sostenibilidad de la democracia, por su impacto en la fortaleza de las políticas públicas que posibilitan los recursos disponibles. No olvidemos que solo las sociedades económicamente bien cohesionadas son también políticamente estables.
Por todo ello, la ciudadanía no puede permanecer ajena a las exigencias de actualización que demanda con urgencia la arquitectura tributaria en España (y en la Unión Europea) para responder de manera innovadora y justa a la realidad económica de un país que difiere significativamente del que motivó su configuración original. No hacerlo es dimitir de nuestra responsabilidad. La de los responsables políticos está en posibilitar el debate conduciéndolo hacia lo mollar, sin margen para las distracciones interesadas.
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