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COLUMNA
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Guerras que no hay que librar

Afganistán: veinte años, cuatro presidentes, tres estrategias al menos, un gasto en vidas humanas indecible y un dispendio presupuestario insoportable; y ahora estamos todavía en la casilla de salida

Lluís Bassets
Un soldado del Ejército afgano ante una base militar que en el pasado utilizaban los soldados estadounidenses en Nangarhar, Afganistán.
Un soldado del Ejército afgano ante una base militar que en el pasado utilizaban los soldados estadounidenses en Nangarhar, Afganistán.GHULAMULLAH HABIBI (EFE)

La guerra que jamás hay que librar es la que no tiene un objetivo claro. Esta ha sido la guerra de Afganistán, al menos desde la derrota de los talibanes, prácticamente a los dos meses de que empezara la contienda.

Veinte años, cuatro presidentes, tres estrategias al menos, un gasto en vidas humanas indecible, y un dispendio presupuestario insoportable, y ahora estamos todavía en la casilla de salida. La violencia terrorista que no cesa, especialmente contra las mujeres. Los talibanes, que se hallan a punto de ganar la guerra civil contra el Gobierno legalmente constituido en Kabul. Ni siquiera se ha desvanecido el peligro de un retorno de Al Qaeda si los talibanes controlan de nuevo el territorio.

El vencedor de las guerras de Irak y de Afganistán no participó en ninguna de las dos. China ha contemplado satisfecha cómo la superpotencia de nuestra época y su rival de la futura se desgastaba inútilmente en dos contiendas sin rumbo. Los cuatro años de Trump han sido la coronación de tan errática trayectoria, que necesariamente debía conducir a una decisión drástica como la que Biden acaba de tomar.

El actual presidente ya quería terminar esta guerra hace 10 años, pero se quedó en minoría en la Casa Blanca de Obama. Ahora no quiere vivir supeditado a una estrategia equivocada de hace 20 años en el momento en que Estados Unidos necesita una estrategia nueva para abordar los nuevos peligros, el cambio climático, el rearme nuclear de Irán, la amenaza rusa o el ascenso de China.

El legado de Trump no podía ser más envenenado. Primero quiso llegar a la pasada navidad con todas las tropas en casa. Luego firmó un acuerdo con los talibanes, para retirarlas el próximo 1 de mayo. Quiso regalarse una victoria militar, aunque fuera falsa, para la campaña electoral y en caso de derrota dejarle un muerto al siguiente, que es lo que ha sucedido.

Biden quiere cambiar también el relato. Si hay una victoria que reivindicar, se produjo ya en diciembre de 2001, cuando cayó el régimen de los talibanes, castigados por su colaboración con Osama bin Laden en los ataques a Washington y Nueva York del 11 de setiembre de 2001. Aquella, a diferencia de la de Irak, fue una guerra de necesidad, defensiva, en represalia por un ataque, perfectamente cubierta por la legalidad internacional, incluida la declaración del Consejo de Seguridad, y con la solidaridad de la OTAN, que desenfundó su artículo 5 para que todos los aliados acudieran a defender al socio atacado.

Las guerras posteriores, para vencer la ideología islamista en Afganistán y proteger los derechos humanos, especialmente de las mujeres, o para construir un Estado bien gobernado según los mejores estándares democráticos, no estaban al alcance de quienes pensaban que podían ganarlas. Así se han perdido 20 años. Lo último que quiere ahora Estados Unidos es la imagen de una derrota, como la de aquel helicóptero que despegaba de urgencia desde el tejado de la Embajada en Saigón en 1975 el último día de la guerra del Vietnam.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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