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Afganistan y la política de bloques

Las tropas soviéticas se retiraron de Afganistán nueve años después de haber intervenido, mientras Moscú trata de alcanzar un acuerdo que salve tanto al Gobierno del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) como su prestigio de gran potencia. La URSS no ha ganado ni la guerra ni la negociación. Entre tanto, el hambre estructural ya se extiende por un país destrozado por la confrontación entre la doctrina estadounidense de guerra de baja intensidad con las técnicas de contrainsurgencia soviética.Con la salida de los efectivos de la URSS, el factor principal del conflicto termina, pero la guerra continúa. La grave inestabilidad puede desembocar en un golpe de Estado dado por militares críticos del Gobierno del PDPA y simpatizantes de la coalición de los mujaidines, o guerrilleros islámicos, que con la ayuda de EE UU, Arabia Saudí, China y otros países han combatido contra las fuerzas soviéticas y del Gobierno de Kabul desde finales de la década pasada. La intervención de la URSS y la reacción de EE UU para limitar ese paso de la política exterior soviética han conducido a Afganistán a una catástrofe política, social y económica. ¿Cómo vamos a hablar de cifras si no tenemos economía?", afirma un funcionario a una publicación británica.

Mientras despegaban los últimos aviones soviéticos con soldados, el presidente Najibulá declaró que su Gobierno no caerá fácilmente. El sitio de Kabul durará muchos meses o más de un año. Pero lo innegable es que la guerra contra Moscú ha terminado y ahora se inicia una cruenta guerra civil -entra los mujaidines y los sectores leales al PDPA, que temen una revancha terrible- y una virtual desintegración o libanización del Estado afgano. Los guerrilleros pueden tener fuerza militar para derrocar al régimen, pero no tienen unidad para ser una alternativa. Los dos bandos, además, lucharán por el control de las ayudas internacionales que empezarán a llegar administradas por la ONU.

Moscú invadió Afganistán en diciembre de 1979 debido a varios temores: a) a que las pugnas políticas internas acabaran con el Gobierno aliado del .PDPA; b) a que el entonces primer ministro, Hafizullah Amin, Regase a acuerdos con Washington o Pekín, y que EE UU eligiera a Afganistán como aliado regional privilegiado para Asia suroccidental después que ese año fuese derrocado el sha de Irán. Ambos factores tenían relación con la concepción soviética de la seguridad nacional, basada en contar con países dependientes y aliados en las fronteras para prevenir cualquier agresión.

Desde EE UU y sectores conservadores europeos se interpretó a la invasión soviética como un ejemplo del expansionismo inherente a un Estado totalitario: Moscú avanzaba sobre Kabul, para luego seguir hacia los yacimientos de petróleo del golfo Pérsico. El paso invasor, proseguía el razonamiento, habría sido dado a causa de la debilidad de EE UU en el Tercer Mundo con motivo de su derrota en Vietnam. Afganistán, en esta dimensión, era un eslabón más que Occidente perdía, junto con otros como Nicaragua, Irán y las ex colonias portuguesas.

Para Washington, la presencia soviética en ese país le daba la ocasión de poner en práctica la doctrina Reagan de revertir los avances de la URSS a través de ejércitos delegados y apoyo económico-militar en una guerra de baja intensidad. Y lograr que el Kremlin tuviese su derrota al estilo Vietnam. Investigaciones realizadas en los últimos años indican que cuando Moscú cambió de línea política y quiso negociar y encontró, además, eco en algunos sectores del Gobierno paquistaní, Washington bloqueó cualquier salida hasta que el desprestigio soviético estuviese suficientemente arraigado. Si la invasión soviética transformó una disputa interior en una guerra, la actitud estadounidense alargó el conflicto inútilmente.

Moscú se adjudicó en Afganistán el cometido de sostener a una revolución que se había embarcado en una tarea modernizadora que chocó con las tradiciones tribales y fundamentalistas de un país que, en su fragmentación étnica, política y religiosa, en poco o nada se parece a un Estado occidental. Cuando la dirección soviética cambió su interpretación ortodoxa de la realidad afgana y presionó al Gobierno de Kabul para que se llevase a cabo una política de reconciliación religiosa, ya era demasiado tarde. Para entonces, los siete grandes grupos de la oposición armada habían dejado de lado algunas de sus disputas internas y luchaban contra un Gobierno que consideraban títere del invasor.

Fueron precisamente a esos grupos, y particularmente a los fundamentalistas más radicales, por ser los menos propensos a un acuerdo, a los que Washington apoyó con armas y dinero por un valor aproximado de 2. 100 millones de dólares entre 1980 y 1988. Para esa operación, la dictadura del hoy fallecido Zia Ul Hak aceptó que Pakistán se convirtiese en una pieza clave. Esa nación comenzó a recibir desde 1980 abundantes créditos, armas sofisticadas y apoyo diplomático norteamericano. La dictadura de Zia y amplios sectores militares, que continúan actuando bajo el Gobierno de Benazir Bhuto, albergaban la idea de vencer al Gobierno de Kabul y crear una especie de confederación fundamentalista islámica.

Desde EE UU, la operación paquistaní tenía varias ventajas: ahí se organizó la retaguardia de los muyaidines para combatir a los soviéticos en Afganistán. Los millones de refugiados afganos fueron un excelente campo donde cosechar combatientes. Por otro lado, se creó con Islamabad un polo de poder, potencialmente nuclear, frente a la poderosa India, que tiene vínculos privilegiados con la URS S. Y China colaboró con la resistencia afgana por considerar que debía limitarse el expansionismo soviético.

Las tensiones entre los modernizadores del PDPA y los tradicionalistas se agudizaron a partir de que la URSS se situó del lado de los primeros y EEUU apoyó a los segundos. De esta forma, un conflicto regional quedó insertado en la política de bloques. Y sobrevino un desastre que ha costado la vida de alrededor de un millón y medio de personas y ha generado cinco millones de refugiados y pérdidas incalculables. La URSS descubrió que acabar con la guerrilla no era fácil. Los ejércitos afgano y soviético practicaron bombardeos indiscriminados, ejecuciones sumarias y técnicas de destrucción económica (por ejemplo, matar ganado) como forma de contrainsurgencia. Cuando empiecen a regresar los refugiados tendrán menos infraestructura para cultivar. La guerra activó, por otra parte, hasta límites poco imaginables desde Occidente el narcotráfico y el comercio de armas, que se transfórmaron en dos de las principales actividades económicas de Afganistán y Pakistán.

Cuando Gorbachov decidió impulsar una política de solución de los conflictos regionales para mejorar sus relaciones internacionales y centrarse en la reforma interior, y el Gobierno de Reagan estimó que la CIA y los muyaidines habían ganado la guerra a los soviéticos, se negoció la retirada de la URS S, pero no la paz. Los modernizadores y los tradicionalistas van a continuar luchando con más armas soviéticas y norteamericanas y con más divisiones ético-tribales y razones para el odio que hace nueve años.

Ahora, Occidente tiene que probar que su preocupación era realmente la paz, y no sólo la presencia soviética, y dar apoyo político a la ONU para que se negocie un Gobierno de transición y un alto el fuego. Igualmente debe colaborar con la URSS en los fondos para la reconstrucción de un país verdaderamente neutral y no alineado. Entre tanto, la mayor paradoja del intervencionismo es que la URSS luchó nueve años para no tener en su frontera el país hostil que ahora va a tener, y que EE UU consideré luchadores por la libertad y armó sin cesar a unos guerrilleros antioccidentales que están a punto de tomar el poder.

Mariano Aguirre es coordinador del Centro de Investigación de Paz, Madrid, y miembro del Transnational Institute (TNI), Amsterdam.

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