Freud y las mascarillas
En pandemia sufrimos una mezcla tóxica de arrogancia e irresponsabilidad. Entendemos que los demás se abstengan de relacionarse físicamente, pero lo nuestro es “demasiado importante”
Dos cosas saltan a la vista al llegar a España durante la pandemia: la seriedad con que nos tomamos las reglas (llevamos la mascarilla hasta paseando solos por el bosque) y la frivolidad con que nos tomamos las recomendaciones. ¿Cuántas reuniones o clases que podríamos hacer por internet mantenemos presencialmente? ¿Cuántas quedadas innecesarias celebramos con amigos en restaurantes y terrazas atestadas? Como me comentaba un diplomático recientemente trasladado a un país del norte: ¡qué diferencia con España! Aquí no hay nada prohibido… pero nadie quiere quedar con nadie.
Seguramente Freud encontraría una explicación psicológica a nuestro celo con las mascarillas y laxitud con las interacciones. La excesiva represión de las normas hace que nuestro inconsciente se rebele. O quizás nos lanzamos a una vida profesional y social casi normal por la (falsa) sensación de invulnerabilidad que otorgan las máscaras.
Sufrimos también una mezcla tóxica de arrogancia e irresponsabilidad. Entendemos que los demás se abstengan de relacionarse físicamente, pero lo nuestro es “demasiado importante”. Esto se observa sobre todo en quienes deberían dar más ejemplo. Los políticos viajan por el territorio nacional manteniendo todo tipo de encuentros —amén de obscenas presentaciones de programas de recuperación y resiliencia— perfectamente sustituibles por reuniones virtuales. Y, de los mandamases a los mandados de muchas empresas, multitud de tareas que se podrían desarrollar teletrabajando se hacen en la oficina. Eso sí, con máquinas renovando el aire, cristaleras y otros escudos mágicos contra el virus.
Al seguir a pies juntillas la retahíla de nimias regulaciones y olvidarnos de la gran recomendación (no te reúnas con personas fuera de tu burbuja familiar si no es estrictamente necesario), delegamos nuestra conciencia al Estado. Si el Gobierno se encarga de dictaminar qué es lo correcto, nuestra perezosa alma puede seguir adormilada.
Se ha instalado en el país la sensación de que tenemos dos visiones opuestas: el intervencionismo de la izquierda y el liberalismo de Ayuso. Pero ambas comparten la misma perspectiva. Un auténtico liberal responsabiliza al individuo de los contagios, pero Ayuso culpa al Estado por no regular lo suficiente —por ejemplo, con más controles a los turistas en Barajas—. Lo de Ayuso no es liberalismo clásico, sino freudiano. @VictorLapuente
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