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COLUMNA
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Política salvaje

Hoy se relativiza la importancia de la palabra dada por los servidores públicos, socavando la confianza en los partidos como instrumentos constitucionales de canalización de la voluntad popular

Máriam Martínez-Bascuñán
Politica
DEL HAMBRE

Uno de los reproches a mi generación es el adanismo. Por lo visto, siempre se ha opinado teniendo en cuenta la perspectiva histórica, siendo conscientes de la posición relativa que se ocupaba en el mundo. Salvo ahora. Pero por más que nuestra joven democracia tenga algunas experiencias repetidas, la actual aceleración de los acontecimientos produce cierto vértigo. Vean si no: cuando hablábamos del declive de los partidos, aparecieron dos fuerzas fulgurantes para romper nuestro bipartidismo imperfecto. Podemos provenía de un movimiento protestatario con ecos globales: comenzaba la década de 2010, la de los indignados, el Occupy Wall Street y las voces del 99% frente a la avaricia del 1%. Ciudadanos fue otro tipo de experimento, más dirigido por élites intelectuales y poderes fácticos.

Fue un ensayo interesante el del centro político, pues dotó al partido de Rivera de un proyecto con entidad propia. Después, vinieron los hiperliderazgos en detrimento de los partidos, la merma del parlamentarismo en favor de un Ejecutivo fuerte que monopoliza cualquier iniciativa legislativa. Se desdibujó así el papel de la oposición, ejercida por Casado desde el síndrome del asedio: cada día representa una nueva oportunidad para tumbar al Gobierno. Lo preocupante es que la ansiedad y la guerra existencial que tensan la política y caracterizan a esta forma de hacer oposición han terminado por colonizar también la relación con una fuerza política como Cs. Lo que vemos estos días es la ley de la selva, la captación sistemática de sus cuadros por parte del PP y a Fran Hervías, exdirigente naranja, trabajando desde un despacho en Génova para tal fin, con el silencio cómplice de Rivera.

Hoy se relativiza la importancia de la palabra dada por los servidores públicos, socavando la confianza en los partidos como instrumentos constitucionales de canalización de la voluntad popular. El pacto antitransfuguismo velaba por esa función sistémica. Todo eso ha implosionado estos días y se ha convertido en un imperativo inexorable: todo vale para asegurar el bien supremo de la unión de las derechas. Pero lo que está pasando con Cs tiene otra lectura. Un partido muere cuando se le niega su autonomía, y esto sucede cuando hay injerencias externas o al convertirse en apéndice de otra fuerza política. Arrimadas trató de ejercer esa autonomía con el famoso bisagrismo. El partido debía poder decidir autónomamente apoyar gobiernos del PSOE o el PP y colaborar en pro del interés general, como hizo durante la pandemia. La moción de censura en Murcia fue una demostración de esa voluntad de autonomía, pero ha terminado por lanzar al PP a su yugular para herirlo de muerte. Si no es como muleta del PP, ya no interesa que Cs exista. Y no seamos ingenuos: la política a veces se convierte en una guerra, pero incluso la guerra tiene sus propias reglas. Lo demás es, sencillamente, política salvaje.

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