Los Rolling Stones en el patio trasero
Ojalá tengamos una nueva oportunidad. Siempre la hay, sobre todo para escoger mejor a los gobernantes encargados de hacer país
Recuerdo el instante en que lo vi salir al escenario con sus contorsiones únicas escondidas entre una capa enorme y destellante. Lo reviví hace pocas noches en el magnífico documental Olé olé olé: a Trip Across America, de Paul Dugdale, en Netflix, que recoge la gira que hicieran por los países de América Latina, Argentina, Uruguay, Perú, Brasil, Chile, Colombia y México hasta llegar a Cuba, a donde nunca habían tocado en 50 años.
Después de casi dos horas de gozar cada instante de esos hombres sobrenaturales en los 70 años, de sus risas y su energía, de ver los estadios a reventar de amantes de su música en llanto y en delirio, del trabajo tras escena, del profesionalismo en el más mínimo detalle, de redescubrir a Keith Richards y verlo llorar porque no es posible acostumbrarse a sentirse tan adorado, la casi estoica imagen de Charlie Watts, me quedó una reflexión sobre Colombia que trataré de explicar.
El documental no le dedica más de unos minutos a su llegada a Bogotá. En Colombia, la tierra de Gabo, la del realismo mágico, la de la cadencia en las caderas de la cumbia, la de los juglares vallenatos, de los artesanos, la del oro hecho museos, la de las letras magistrales de nuestros nuevos autores, nada los emocionó. Se vieron las imágenes de su llegada, como siempre, escoltados por carros y carros de policías patrullando las amenazas de la memoria para que no fueran asesinados por nuestra violencia histórica. Por lo menos dejaron por fuera cuando Jagger salió a las calles de la Candelaria a comerse una oblea. Habría sido un poco empalagoso y ruidoso pues en todas las imágenes de ese día suenan las sirenas.
¿Carecemos de la historia de la Argentina que prohibió el rock en la dictadura y luego de la guerra de las Malvinas y de su tango o de la gastronomía y los incas en Perú y del México que ahoga en tequila al mariachi que canta con el alma? Ya habían estado en 1995 en el River Plate y en el 68 en Perú.
No fuimos tampoco la Cuba donde compitieron con la visita de Barack Obama en marzo de 2016 y en donde muchos bares llevan por nombre canciones de los otros grandes, los Beatles. Tampoco el Brasil donde se escuchó a ritmo de samba Honky Tonk Women y Sympaty for the Devil, si bien recuerdo. Efectivamente, no. Y aunque somos inmensamente ricos en cultura, tenemos mucha responsabilidad en no haberlos inspirado. Es que nos falta pensar más en los rasgos culturales y menos electorales.
Hace poco un colega me decía que venían las elecciones del continente en Perú, Chile, Ecuador y Brasil con una tendencia a elegir Gobiernos de izquierda como ya lo hiciera México con López Obrador pero que sólo importaría si en Colombia llegara a ganar un liderazgo de la mano zurda. Es que geopolíticamente sí resultamos valiosos. Porque el patio trasero de los Estados Unidos digo yo, rompería el equilibrio en el continente. Profunda premisa y acertada.
Las otras naciones de América Latina han ganado en la construcción de una identidad propia, inspiradora, capaz de meterse en los poros de los Stones y sus cinco generaciones de rock y nosotros en cambio, seguimos construyendo una narrativa de grandezas atomizadas y sembradas de coca para ser asperjadas por el glifosato.
Los creadores han insistido una y otra vez en mostrarnos al mundo como prolongaciones de Pablo Escobar. En buena hora por Ciro Guerra y su Abrazo de la Serpiente, Hector Abad con el Olvido que Seremos y Wade Davis con nuestra vena arterial, el Río Magdalena, para imponer una mirada de lo que somos realmente y no seguir siendo la nación en la que se soportan otros menos nosotros mismos. No volver a convertirnos en la escala en una gira. Al menos Chile tampoco parece haber resultado tan interesante.
Y es que me habría encantado vernos retratados en ese punto de vista de los Rolling Stones, ese que promete el documental en su inicio, ese punto de vista único en el mundo, que como bien dicen, nadie puede ver como ellos.
Ojalá tengamos una nueva oportunidad. Siempre la hay, sobre todo para escoger mejor a los gobernantes encargados de hacer país para alimentar la identidad de los ciudadanos, su sentido de patria, de reconocer el valor de la sangre indígena y africana, el carácter subversivo de nuestros bailes y de nuestro carácter, y entonces sí decir: Please to meet you, hope you guess my name…Please allow me to introduce myself: Colombia.
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