Elecciones de la marmota
Nuestros protagonistas, al contrario que Bill Murray, cada día repetido no se vuelven más tolerantes, sino más resentidos


El 14-F no pasará a la historia como las elecciones de San Valentín, sino del Día de la Marmota. No hay lugar más desprovisto de amor que la política catalana. Está atravesada por todas las líneas de fractura de Occidente: retruena la guerra cultural entre progresistas y conservadores; resucita la disputa entre globalistas liberales y carlistas digitales; renace el conflicto monarquía-república, y, por si fuera poco, ahora emerge también la ultraderecha antiinmigración. Pero, por encima de todo, sobrevuela la garra invisible que ha separado desde hace años a independentistas y unionistas en dos realidades paralelas.
Cataluña es un microcosmos de las dolencias que aquejan hoy a las democracias liberales, más alguna de cosecha propia. No es, pues, casual que sea, en relación con su entorno, una de las regiones más decadentes económica, social y culturalmente. Sigue siendo una comunidad acaudalada, pero ha perdido peso en los indicadores de bienestar. Por debajo de la media europea en calidad de gobierno, el talento y las inversiones ya no van, sino que se van de Cataluña a otras autonomías.
Normal, porque falta lo más básico: el espíritu de solidaridad social o la asabiya a la que hacía referencia el sabio medieval Ibn Jaldún para referirse al conjunto de normas invisibles que forjan una comunidad política. Ausente ese sentimiento colectivo, los líderes de las distintas facciones no construyen puentes, sino muros. Vetos en campaña y cordones sanitarios después.
En la política catalana, la ética ha sido sustituida por la etnia. Cada ciclo electoral, importa menos tu ideología y más tu idioma. El bilingüismo ha dejado de ser el mestizaje enriquecedor que acercó a Barcelona al melting pot de Nueva York para convertir a Cataluña en una Alabama: dividida y desconectada.
Los catalanes votan a partidos distintos, pero dentro del mismo bloque, con lo que sólo cambios en la participación alteran la aritmética de escaños. Porque las elecciones sirven para elegir al jefe de cada tribu, no al presidente del país. Así, la campaña más imprevista —pandemia, vacunas, Bárcenas, Lavrov, Iglesias, efecto Illa, veto a Illa— produce un resultado predecible. Como en el Día de la Marmota. Pero al revés, porque nuestros protagonistas, al contrario que Bill Murray, cada día repetido no se vuelven más tolerantes, sino más resentidos. @VictorLapuente
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