La legitimidad democrática y sus espontáneos
Trump es un exponente de la estrategia seguida por los partidos populistas, y otros que hasta hace poco no lo eran, de proclamarse defensores de una legitimidad superior a la del voto y socavar así el sistema
El asalto al Capitolio de Estados Unidos por los partidarios del entonces presidente, Donald Trump, fue interpretado por la opinión pública mundial como presagio del futuro que aguardaba a los sistemas democráticos de no poner límites a las pulsiones populistas surgidas en su interior. Sin embargo, la súbita conciencia del peligro no parece haber encontrado hasta el momento los análisis apropiados para extraer, no sólo la comprensión racional del fenómeno, sino también, y sobre todo, la identificación de las posibles líneas de acción política capaces de conjurarlo. Quizá una de las causas que podrían explicar esta creciente sensación de impotencia frente al populismo, evidenciada en la proliferación de voces que glosan el camino a la catástrofe en lugar de sugerir formas de evitarla, resida en el resabio publicitario que se ha apoderado de la política, empujado por la victoria del eslogan sobre el argumento. De acuerdo con este resabio, lo que una situación como la actual exigiría es definir los conceptos de forma que sirvan a la contienda electoral más que identificar los mecanismos desde los que han aceptado actuar numerosos líderes y partidos en todo el mundo, no sólo aquellos a los que cuadra una u otra definición de populismo.
Colocar el acento en la definición de populismo, no en la identificación de unos mecanismos que se están generalizando en todo el espectro político, ha desencadenado una carrera por señalar en cada país el equivalente de las hordas que asaltaron el Capitolio, a fin de colocarles un sambenito que conceda rendimientos propagandísticos y electorales, sea a derecha o a izquierda. Es con este propósito con en el que, algunas veces, esas hordas han sido identificadas con el fascismo, incurriendo en un género de metáfora que, como observó Kafka en esa espléndida parábola del poder que es La muralla china, sólo conduce a creer que se pueden dirimir en nuestro tiempo guerras que se libraron en otro. El fascismo de verdad, el fascismo que nada tenía que ver con metáforas, pretendía sustituir las urnas como instrumento para establecer la voluntad de los ciudadanos por la capacidad demiúrgica del líder para identificarla. No era éste el propósito de la corte de los milagros que se abatió sobre Washington el 6 de enero pasado, sino reclamar el respeto a unas urnas manipuladas, según decían, por los demócratas y los poderes del Estado. Entre creer las mentiras de un candidato presidencial derrotado o las resoluciones de la justicia y las instancias electorales, los asaltantes del Capitolio prefirieron las primeras. Y no porque fueran necesariamente los más fanáticos entre los fanáticos, sino porque la estrategia de Trump, capaz de confundir a propios y extraños, como lo corrobora la amplitud de los apoyos que mantiene, consistía en debilitar el sistema democrático colocándolo ante una probatio diabolica: le exigía demostrar que no hubo fraude cuando, en realidad, le correspondía a él demostrar que lo hubo.
En cualquier caso, las falsas alegaciones de Trump no fueron la salida política inesperada de un mal perdedor, sino el último recurso, y, por eso mismo, el más obvio, impúdico y descarnado, que el voto mayoritario de los ciudadanos le forzó a utilizar para alcanzar el objetivo que venía persiguiendo desde que concibió ambiciones más allá de los negocios inmobiliarios, los hoteles de lujo y los casinos: minar la legitimidad democrática del poder político en EE UU. Fue esa legitimidad la que empezó a colocar en la diana cuando propaló la especie de que Barack Obama no era ciudadano de EE UU, inaugurando una vía de oposición que no buscaba disentir de unas u otras políticas decididas por un presidente democráticamente elegido, sino negarle en nombre de la democracia el derecho a decidir ninguna. Y fue también esa legitimidad la que siguió menoscabando, ya en la presidencia, cada vez que negó a senadores y congresistas el derecho a discrepar de sus decisiones, despreciando mediante insinuaciones en las redes sociales la representación institucional que ostentaban. Ni las redes sociales eran lugar para que el presidente de Estados Unidos diera explicaciones, ni la personalidad de los congresistas y senadores que se las requerían, fueran cuales fuesen sus supuestas faltas o debilidades, le eximían del deber de hacerlo.
La vulgaridad con la que Trump puso fin a su estancia en la Casa Blanca, sosteniendo antes de que se abrieran las urnas que una mayoría democrática distinta de la que él egocéntricamente reclamaba sería ilegítima —una “criminal enterprise”, en sus propias palabras—, no debería ocultar el hecho de que todos y cada uno de sus pasos para llegar al poder y mantenerse en él obedeció a una estrategia milimétricamente diseñada. Ni antes ni después de ser presidente puso Trump en cuestión que la legitimidad democrática derive de las urnas, sino que, confundida con las insinuaciones acerca de la nacionalidad de Obama, los insultos a los congresistas y senadores discrepantes o las mentiras sobre el fraude electoral, lo que buscaba era asentar la implícita premisa de que, además de la legitimidad democrática, existe otra superior, que obliga a todo ciudadano y de la que, por tanto, todo ciudadano está obligado a erigirse en espontáneo paladín.
Es por la vía de esta otra legitimidad establecida de contrabando por donde es posible conectar la estrategia de Trump con la que están observando fuera de Estados Unidos los líderes y los partidos considerados populistas, pero también, y aquí reside lo más grave, algunos de los que hasta ahora se habían comprometido a combatirlos. Sustituir el inconmensurable ego de Trump por otros principios menos interesados como la nación, la libertad, la ciencia, la razón, la dignidad o cualquiera que pueda invocarse en un programa, no hace diferente esta estrategia de la que culminó en el asalto al Capitolio, sino que multiplica su peligro porque adormece las conciencias bajo la invocación de algunas de nuestras mejores causas, de las causas que nos reúnen como ciudadanos bajo un mismo sistema democrático. Es lo que sucede cuando, en lugar de argumentar en el Parlamento por qué son convenientes o no las decisiones de un Gobierno legítimo, algunos partidos invocan la defensa de la democracia como causa última para oponerse a ellas. Al igual que Trump, esos partidos acaban convirtiendo la lucha política dentro del sistema en una lucha escatológica acerca del sistema, arrogándose de paso la responsabilidad de determinar cuándo la democracia está en peligro, así como de decidir cuáles son los medios para defenderla. Es decir, se erigen, ellos también, en paladines espontáneos de una legitimidad superior a la del voto desde la que dictaminar qué mayorías son legítimas y qué mayorías no lo son, y eso con independencia de cuál sea la amplitud de su representación parlamentaria.
El parecido de esta estrategia con la del fascismo es, sin duda, remota, lo cual no quiere decir que, librando cada una la guerra de su propio tiempo, no compartan el objetivo de acabar con el sistema democrático. En los años treinta el fascismo lo consiguió, y, por desgracia, no existen razones concluyentes para pensar que una estrategia que es la de Trump y también la de otros partidos no lo consiga ahora. Lo único que, de cumplirse los peores presagios, habría cambiado de aquel momento negro del mundo a éste es que, mientras quienes acabaron entonces con la legitimidad democrática fueron sus enemigos, quienes podrían hacerlo hoy son, simplemente, sus espontáneos.
José María Ridao es escritor.
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