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Columna
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Cuando un amigo se va

Nada podrá sustituir la amistad y la confianza entre Putin y Trump, tan fructíferas para ambos y tan inquietantes para todos

Lluís Bassets
Donald Trump y Vladímir Putin
En esta foto de archivo tomada en junio de 2019, Donald Trump le da la mano a Vladimir Putin durante una reunión bilateral al margen de la cumbre del G-20 en Osaka, Japón.Susan Walsh (AP)

Vladímir no encontrará otro amigo como Donald. No ha estado mal el rendimiento de estos cuatro años, especialmente en Siria, en Libia y en el Cáucaso, donde Moscú ha ido ocupando el vacío dejado por Washington. Ha dado sus buenos frutos la inversión de 2016 para evitar la victoria de Hillary Clinton. Si las interferencias en la campaña electoral impulsaron e inauguraron el mandato trumpista, ahora culmina con el mayor ataque cibernético de la historia, a cargo de hackers rusos contra la Administración estadounidense.

Putin sabe que su amigo suele mirar hacia otro lado cuando conviene y prefiere creerle a él antes que a las agencias de inteligencia de Estados Unidos. Siempre ha contado con su benevolencia cuando los agentes secretos a su servicio se han excedido en su celo al neutralizar a los enemigos. “Nosotros también matamos”, reconoció el presidente de Estados Unidos en una sincera expresión de solidaridad gremial.

Trump y Putin, físicamente tan distintos y de biografías tan dispares, tienen mucho en común. “Duros, con astucia callejera, nada sentimentales (…) nunca se mueven fuera de su limitada experiencia y ven el clientelismo, el soborno, el chantaje, el fraude y la violencia ocasional como legítimas herramientas de negociación. En su mundo, la falta de escrúpulos y el desprecio por cualquier aspiración elevada, más allá de la acumulación de poder, no son defectos, sino ventajas”. Esta descripción tan cruda es de Barack Obama. Se puede leer en sus memorias (Una tierra prometida. Debate). Aunque se refiere a Putin, a la vista está que vale tal cual para Trump.

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Putin ha esperado hasta esta semana para reconocer la victoria de Biden. Y en su interminable conferencia de prensa anual ha tenido la oportunidad de responder a las malintencionadas preguntas sobre la limitada eficacia de las interferencias rusas en estas elecciones, así como la posibilidad rápidamente descartada de conceder el asilo a Trump en caso de que le persiga la justicia. Pero nada tan destacado ni inquietante como su reacción al interés de los periodistas por el ataque químico contra Alexéi Navalni: “¿Por qué era necesario envenenarlo? Es ridículo. Si hubiera sido necesario se habría llevado hasta el final”.

Además de matar, el veneno en dosis bien calculadas también sirve para amenazar. La periodista Anna Politovskaia sobrevivió a un ataque tóxico en 2004 antes de ser acribillada a tiros en la puerta de su casa en 2006. Vladímir Putin ya era entonces el señor del Kremlin.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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