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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fiasco de Waterloo

La renuncia de Puigdemont descabeza el proyecto unilateralista de Junts

Carles Puigdemont, en el Palau de la Generalitat en octubre de 2017.
Carles Puigdemont, en el Palau de la Generalitat en octubre de 2017.ALBERT GARCIA

El expresidente de la Generalitat y actual promotor de Junts per Catalunya fugado a Waterloo, Carles Puigdemont, ha rechazado encabezar a su nuevo partido en las próximas elecciones autonómicas. La renuncia arroja a sus fieles a una severa orfandad, al dejar descabezado su último proyecto.

Ninguna de las explicaciones barajadas sobre esa decisión le honra. Unos le atribuyen un temor cerval a ser derrotado —como prevén las encuestas— por su rival Oriol Junqueras, de Esquerra, a quien ha dedicado sus más ácidas diatribas. Otros sospechan que prefiere asentarse en el generoso (aunque frágil) confort de su escaño en Estrasburgo. O que ignora cómo volver a seducir a los electores tras su promesa de 2017 de que si llegaba el primero, volvería: llegó, sí, pero los dejó en la estacada. La coartada de que no se postula por culpa de “la represión del Estado” es falsa. La acción judicial hoy no difiere de la de hace tres años, y entonces la ignoró.

Haber designado y teledirigido al ya olvidado Quim Torra como su vicario en el interior le responsabiliza de su vaciedad, de su afán por fragmentar a los catalanes y de las rupturas del exbloque secesionista, únicas tareas que ejecutó a la perfección. Y está, además, el dejar a Cataluña a través de Torra por vez primera desde 1931 sin president. Ni siquiera el franquismo consiguió dicha hazaña, por la digna resistencia institucional de Josep Tarradellas desde el verdadero exilio. El fiasco de Waterloo se completa con una declinante eficacia de su imaginativa estrategia propagandística exterior, al evidenciarse que la ciudadanía es refractaria a repetir aventuras imposibles. Y con la mancha añadida de la ínfima moral individual —cuestión distinta a las presuntas responsabilidades legales— exhibida por los miembros del Estado Mayor del procés que le secundaron. Unos, según apuntan inquietantes indicios, para amasar o ampliar heterodoxas fortunas; otros, para influir desde el secretismo y la conspiración: todos, huyendo de la transparencia, la democracia y el respeto institucional.

Con el agravante de haber consumado la división de su propio partido: sus pretendidos Junts son quienes centrifugaron al PDeCAT original, usando a Torra como azote de los leales al proyecto histórico convergente, que al cabo han recuperado su autonomía y persiguen un perfil propio de cierta moderación soberanista.

Ni están juntos ni revueltos; solo fracturan y se dividen entre sí. Solo les aúna por minutos la pulsión unilateralista y el desprecio supremacista a toda vinculación española. Y un increíble desparpajo ante la corrupción propia. Como prefigura su historia reciente, a este movimiento populista le aquejarán nuevos desgarros. Tras los desastres de Waterloo no se avizora la cálida isla de Elba, sino la difusa y lejana imagen de la de Santa Elena.

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