En el lugar del otro
Nathaniel Hawthorne, Henry James y el desgarro de Estados Unidos


A mediados de septiembre, cuando en Estados Unidos se escuchaban ya los motores que iban enseguida a tronar en la campaña electoral, se publicó en España la traducción de un libro delicioso, la biografía que escribió del escritor Nathaniel Hawthorne otro escritor, Henry James. No podían ser más distintos uno del otro, siendo los dos indiscutibles maestros de la literatura de ese inmenso país. Hawthorne nació en Salem, Massachusetts, en 1804, y procedía de una familia puritana que llegó a Nueva Inglaterra hacia 1635 y que ahí se quedó para echar raíces; James vino al mundo en Nueva York en 1843, y sus antepasados eran irlandeses; vivió la mayor parte de su vida en Europa, deslumbrado por la sofisticada riqueza del inabarcable pasado del Viejo Continente.
“La historia, por el momento, ha dejado en los Estados Unidos un poso tan delgado e impalpable que de inmediato tocamos el duro sustrato de la naturaleza; e incluso la naturaleza, en el mundo del Oeste, tiene la peculiaridad de parecer esencialmente primitiva e inmadura”, observa Henry James mientras se afana por comprender cómo Hawthorne construyó una obra tan delicada y llena de sutilezas sin haber abandonado ese marco provinciano y rural en el que creció y escribió sus primeras obras. Ahí no había nada de nada, dice James, y hace una larga relación: ni corte, ni nobleza, ni aristocracia terrateniente, ni palacios, ni castillos, ni ruinas cubiertas de hiedra, ni catedrales, ni abadías, ni capillas normandas, ni grandes universidades, ni colegios privados… Le asombra “la insignificancia de las cosas” que suelen atraer la atención de Hawthorne, y apunta cómo en sus Cuadernos podía dedicar una página entera a describir a un perro al que había visto correr detrás de su propia cola.
Cada uno fue grande a su manera: el James cosmopolita y el provinciano Hawthorne, por simplificar burdamente. Los dos fueron atravesando todas las capas que esconden las interioridades del ser humano y supieron dar cuenta de la complejidad y la contradictoria riqueza de las gentes y la vida. En su Hawthorne, James confiesa su fascinación por la delicada y penetrante imaginación de ese escritor que siempre permanecía activa “entre las sombras y los cimientos, los soportes y pilares oscuros de nuestra naturaleza moral”.
Ya casi al final del libro, James comenta un artículo que Hawthorne publicó en 1862, en plena Guerra de Secesión. Como hombre de Nueva Inglaterra apoyaba a los suyos frente al Ejército sudista, pero era capaz de “comprender a la otra parte como si fuera la propia”. Entre dos lealtades, decía Hawthorne de sus adversarios, entre la que se brindaba al Estado natal en su propósito de mantener la esclavitud y la que se daba al Gobierno federal que pretendía abolirla, “eligieron la irremediablemente más próxima a su corazón”. Y añadía: “Si un hombre ama así a su Estado, y lo acompaña feliz en su ruina, disparémosle si podemos, pero démosle honrosa sepultura en la tierra por la que combate”.
Ya no es tiempo de disparos, afortunadamente, pero para acabar con la herida que divide Estados Unidos, la América abierta al mundo tiene que volverse sobre la que se encierra en sí misma. O viceversa. Sea quien sea el nuevo inquilino de la Casa Blanca, su tarea más urgente es la de ponerse a coser. Incluso debería hacerlo, si finalmente se impusiera, el mayor responsable del terrible desgarro, Donald Trump.
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