Henry James, en la grieta entre Europa y América
El gran novelista fue un excepcional testigo de la crisis del viejo mundo y la emergencia de una sociedad más igualitaria
Ya casi al final de El comienzo de la madurez Henry James se ocupa de un encuentro con Louisa Lady Waterford, una fascinante dama de la vieja aristocracia. Se refiere a ella en términos de una rendida admiración, deslumbrado por el preciso y finísimo conocimiento que tiene de la paleta de los venecianos y de otros maestros como Tiziano y Rubens, y se vanagloria de haber llegado a tiempo para conocer los restos del viejo orden, lo que aún quedaba de ese Ancien Régime que liquidó la Revolución francesa. Lady Waterford es una de las últimas supervivientes de un mundo donde una mujer como ella podía alcanzar “tales alturas en el aliento extático de la sabiduría”.
El comienzo de la madurez reúne en menos de un centenar de páginas los recuerdos que Henry James conserva de sus primeras impresiones en Inglaterra tras desembarcar en Liverpool en 1870 y es, también, una reconstrucción del final de la juventud: estaba a punto de cumplir 26 años. No tarda en instalarse en Londres y se ocupa, página tras página, de describir una “perfecta felicidad”, la que deriva de tener a su disposición toda la inabarcable sofisticación y complejidad de la vieja Europa. Y es por eso por lo que se entienden tan bien las palabras que dedica a aquellos que casi un siglo después han sobrevivido, como Lady Waterford, a los embates de la historia: “Era como si hubieran llegado hasta el borde mismo del terreno que pronto empezaría a desmoronarse bajo sus pies; y aun así, lo hacían mirando más allá, siempre sin dejar de mirar y mirar, con una confianza en la que no se traslucía ningún temor”.
Está viendo cómo, con ese ademán impasible propio de la nobleza, el viejo mundo se está yendo definitivamente al garete, ese refinado mundo que siempre había querido conquistar como el mayor de los tesoros. Y Henry James está ahí para contarlo. En buena medida toda su obra puede leerse apuntando a esa crisis profunda que le toca vivir, la de una sociedad que se derrumba, la de otra que amanece todavía sin unas formas demasiado precisas. En Londres el joven James va recalando en un par de cuartos sombríos, pero celebra ir conociendo a un montón de personas a las que, confiesa, no les llega ni siquiera a los tobillos y que, sin ellas, nunca habría descubierto su inmenso despiste. El de haber tenido que llegar a Londres para enterarse, “en el colmo del absurdo”, que estaban sucediendo cosas interesantes en América. Es ahí donde está surgiendo ese nuevo mundo que, a la larga, va a cambiar de verdad las cosas.
Pandora, una de esas deliciosas nouvelles que parecían salir de la pluma de Henry James como quien sopla por puro capricho una bocanada de aire fresco, da cuenta justamente de lo que se mueve al otro lado de esa vieja Europa que tanto admira. En vez del joven americano de buena familia, él mismo, que queda atrapado en las miles de resonancias que provoca cada una de las piedras de Londres, esta vez el que queda tocado es un joven conde alemán que viaja a Nueva York para ocupar un puesto diplomático y que conoce en el barco a una dama que regresa a casa tras haber recorrido Europa con su familia y que lo deslumbra por la naturalidad y la falta de impostación de su conducta. Otto Vogelstein es “un rígido conservador” que forma parte de la nobleza terrateniente y que viaja a Estados Unidos como servidor del imperio alemán. Así que observa a la señorita Day con esa sobrada distancia del que se encuentra superior y que teme ser asaltado por una descarada cazafortunas: “Le parecía, a su vez, estar también en riesgo permanente de contraer matrimonio con aquella joven americana. Era una amenaza ante la cual uno jamás podía bajar la guardia, como sucedía con el ferrocarril, con el telégrafo, con el descubrimiento de la dinamita, con el rifle Chassepot, con el espíritu socialista… Indudablemente, constituía una más de las muchas complicaciones de la vida moderna”.
El mundo, ciertamente, estaba cambiando y lo que sobre todo obsesionaba al conde, ya instalado en Washington, era cómo diablos colocar a cada americano en su sitio. No entendía su promiscuidad, no daba con un criterio indiscutible que le permitiera distinguir quién formaba parte de la elite y quién no. “En circunstancias así solía pensar que la monarquía tenía el mérito de transmitir por línea sucesoria la facultad del reconocimiento instantáneo”. Así que aquel joven conservador alemán estaba confundido en la nueva América, en la que tan poco contaban los galones del pasado y sólo importaba el futuro. Había hecho amistad con algunas familias importantes y de dinero, y le llamaba la atención el desparpajo con que trataban a las figuras de relieve: “—Maldita sea, solo queda un mes, seamos vulgares y divirtámonos un poco… Invitemos al presidente”, decía uno de sus nuevos amigos cuando preparaba una fiesta.
Y, justamente en esa fiesta y charlando precisamente con el presidente, Vogelstein volvió a ver a Pandora, la dama del barco, que vuelve a seducirlo con sus maneras y su belleza. No consigue situarla, se le escapa, no logra comprender cómo pudo salir una dama elegante de un pueblo tan cerrado, Utica, y de unos padres tan toscos. “Sin duda, Pandora solo habría sido posible en América. El modo de vida americano le había abonado el terreno. No era disoluta, ni estaba emancipada, no era vulgar, ni indecorosa y no había en ella, al menos de manera ostensible, un solo gramo de la pasta de la que están hechas las cazafortunas”.
Había sospechado cuando la vio de lejos que podía aprovecharse de él, y quiso protegerse de sus encantos, y un tiempo después se daba cuenta de que no tenía nada que temer. Pandora era un nuevo espécimen, una mujer hecha a sí misma, capaz de sortear sus orígenes y proyectarse al mundo, de ser diferente, de mandar sobre su vida y gobernarla. Era una manera bien distinta de reinar sobre las cosas que la que definía la conducta de sus amigas aristócratas de Europa.
“Coloca el centro del asunto en la propia conciencia de la joven”, escribió sobre ‘Retrato de una dama’
Henry James dice en uno de los textos de La locura del arte que lo que hacía en sus libros era presentar casos. Ocuparse de ellos, husmear en sus rincones, procurar sacar a la luz la inmensa complejidad de cada carácter. El caso del americano que descubre Europa, el caso del viejo aristócrata alemán que se ve superando por el vértigo del nuevo mundo. “Coloca el centro del asunto en la propia conciencia de la joven --me dije a mí mismo-- y tendrás la dificultad más interesante y hermosa que puedas desear”, escribió a propósito de Retrato de una dama, una de sus grandes novelas. “No abandones ese centro; coloca el peso mayor en ese platillo, que será en gran medida el platillo de su relación consigo misma”.
Entre 1907 y 1909, en Lamb House, la casa que había comprado en Rye para alejarse del barullo del mundo y poder así practicar mejor esa vida lenta que le permitía sumergirse en sus historias, Henry James escribió una serie de textos sobre sus obras con la idea de reconstruir su mundo literario. En La locura del arte, Andreu Jaume ha reunido una selección de esos prefacios, junto a algunas piezas de crítica literaria y breves ensayos sobre los derroteros de la novela. El libro es una magnífica ventana para asomarse a esa abismal grieta de la que se alimenta la obra entera de Henry James, la que separa dos mundos radicalmente diferentes. Uno de ellos es el que todavía conserva las resonancias de la vieja Europa, y que seguramente moriría definitivamente en los campos de batalla de la I Guerra Mundial, y el otro es el de la democracia emergente, que procede de Estados Unidos y donde se reivindican nuevos derechos y se pretenden borrar los viejos privilegios de la antigua aristocracia. Si en una crisis de esas dimensiones todo ocurriera para ganar y no se perdiera nada, la obra de Henry James carecería seguramente de esa hondura que sigue conmoviéndonos hoy, en esta época donde también se están produciendo grandes transformaciones y en la que algo está acabando de forma precipitada y traumática y todavía no termina de imponerse lo nuevo.
A Henry James, como a muchos de sus personajes, a ratos lo desbordan “las complicaciones de la vida moderna” y asiste, abatido, a esas mareas de nuevos consumidores que con tanta facilidad quedan atrapados por los efectos espectaculares de los nuevos tiempos y desprecian ya la laboriosa trama de claroscuros y ambigüedades que formaba parte del mundo que se está yendo. Por eso, en uno de sus prefacios, señala de manera melancólica que, tal como se están presentando las cosas, “las monstruosas masas son tan impermeables a la vibración que la fuerzas más punzantes del sentimiento, localmente aplicadas, no penetran más de lo que penetraría un alfiler o un cortapapeles en la piel de un elefante”.
Henry James. La locura del arte. Prefacios y ensayos. Edición de Andreu Jaume. Lumen. Barcelona, 2014. 419 páginas. 23,90 euros.
Henry James. Pandora. Traducción e introducción de Lale González-Cotta. Impedimenta. Madrid, 2014. 124 páginas. 16,95 euros.
Henry James. El comienzo de la madurez. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas. Periférica. Cáceres, 2014. 110 páginas. 14,50 euros.
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