El MAS puede ganar sin Evo
La paradoja es que la persecución política y judicial dotó al partido de una épica que había perdido
El 21 de julio de 1946, una movilización urbana en La Paz contra el Gobierno de Gualberto Villarroel fue escalando en radicalidad y terminó con una muchedumbre entrando en el Palacio Quemado y asesinando al presidente, que terminó colgado en un farol. El escritor Mario Chabes describió la gesta “libertadora” en un opúsculo titulado La revolución francesa de Bolivia. No se trató, sin duda, de la única revuelta popular en un país caracterizado por sus revoluciones, pero sintetiza bien las características de las rebeliones antipopulistas: aunque el discurso movilizador es en favor de la democracia, esos movimientos suelen terminar restaurando, o tratando de restaurar, viejos órdenes y jerarquías sociales. Villarroel no era un demócrata político pero favoreció la democratización social con medidas en favor de los indígenas y los mineros. Sus sucesores fueron vistos por los “de abajo” como parte de los privilegiados de siempre. Y, seis años después, estallaría la revolución más profunda del siglo XX boliviano. El “farol de Villarroel” quedó, ahí, como símbolo de ignominia y fuente de temor de los gobernantes.
El Gobierno de Evo Morales también se movió en la tensión entre liberalismo político y democratización social, aunque fue más democrático que el de Villarroel. La revuelta de noviembre de 2019 también se hizo en nombre de la democracia y también hubo libros y folletos que celebraron, en este caso, la “Revolución de las pititas”. Evo temió al farol y huyó primero a la región cocalera del Chapare y luego a México y Argentina. Pero lo que vino, otra vez, no fue un régimen democrático constitucional más pleno, sino una ola de revanchismo contra el Movimiento al Socialismo (MAS), en gran medida liderada por el ministro de Gobierno, Arturo Murillo.
El problema fue que los ataques al MAS se confundieron con el desprecio hacia un bloque étnico-social más amplio, que en la última década y media amplió significativamente su acceso al poder, tanto material como simbólico. Esos sectores siguieron encontrando en el MAS una vía de representación. Este partido sui géneris, fundado en los años noventa, es una suerte de confederación de sindicatos, urbanos y rurales, comunidades indígenas y diferentes tipos de organizaciones populares, con escasa organicidad pero mucha capacidad para la representación corporativa de una amplia variedad de intereses sociales de los de “abajo”. El MAS es un permanente e inestable equilibrio: por ejemplo, en el Norte de Potosí, debe articular ayllus originarios, sindicatos de mineros y organizaciones campesinas; todos deben tener sus representantes en las listas de candidatos, sea a diputados, senadores, alcaldes, etc. Y, como mostramos con Hervé Do Alto, la perspectiva de acceso al Estado es el “pegamento” que mantiene unido al MAS.
Cuando cayó el Gobierno en noviembre del año pasado, el nuevo bloque de poder, con mucha presencia de representantes de Santa Cruz, creyó que, sin acceso a recursos estatales, y con Morales exiliado, el MAS se pincharía (lo mismo que pensó el antiperonismo argentino en 1955 tras el derrocamiento de Juan Perón y su exilio español). Pero el MAS sobrevivió porque sigue siendo percibido como la vía para el acceso al Estado -visto tanto como oportunidad de empleos como de poder- por los sectores “plebeyos”. Y no solo eso. El MAS fue capaz de renovarse parcialmente, reconectar con las bases después de tantos años de poder estatal y burocratización de las organizaciones sociales, y hasta de autonomizarse parcialmente del líder exiliado cuando sus lecturas de la realidad, desde fuera, no coincidían con las de quienes estaban poniendo el cuerpo dentro de Bolivia.
Esto muestra, sin duda, que el MAS podía ganar sin Evo, lo que no parecía evidente hasta ahora. De hecho, el expresidente siempre se ocupó de ofrecerse como garantía de triunfo. Hasta que los intentos reeleccionistas fueron contraproducentes y todo se derrumbó. Pero la paradoja es que la persecución política y judicial dotó al MAS de una épica que había perdido. Y eso se suma a los pésimos resultados del Gobierno de Jeanine Áñez, las tonalidades elitistas de la candidatura de Carlos Mesa y el regionalismo radical y conservador de Luis Fernando Camacho, líder emergente de Santa Cruz.
Así, durante toda la campaña, el voto oculto e “indeciso” se mantuvo misteriosamente elevado en todas las encuestas. Muchos pensaban que estaban ahí, agazapados, muchos votantes del MAS, que por convicción o pragmatismo se alejaban del relato oficial de que los últimos 14 años solo habían sido autoritarismo y corrupción. Pero nadie, ni siquiera el propio MAS, imaginó que fueran tantos y que, como en una montaña rusa, contribuyeran a redibujar tan rápido el mapa político boliviano.
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