La guerra del Chaco, primera lección sobre nacionalismo
En Europa, los lectores de periódicos se asoman hoy al tema de Bolivia, por lo menos, con perplejidad. No se trata solamente de la notable marca mundial de los golpes de Estado en ese país de América del Sur (más de doscientos en menos de dos siglos de vida independiente), sino que, tanto ellos como los contragolpes restauradores -salvo la cruenta, profunda y breve revolución social de 1952-, aparecen siempre como producidos (o respaldados decisivamente) por militares.¿Qué fuerzas armadas son las bolivianas, que producen en una misma generación tan disímiles personajes, a partir de un mismo origen? Entre ellos están generales fascistas, como René Barrientos o Hugo Bánzer, pero los cómplices del primero en el golpe de 1964 contra Víctor Paz Estenssoro fueron el general Alfredo Ovando, cuyo propio golpe de 1969 permitió a los jóvenes civiles nacionalistas cumplir el segundo rescate del petróleo, o el general Juan José Torres, quien en 1970 recogió la tradición populista y ensayó reencauzar hacia la izquierda el proceso político del país, hasta ser derrocado por Bánzer, y asesinado en su exilio de Buenos Aires por la complicidad de los servicios argentinos y bolivianos, o este general David Padilla, que después de un reciente pasado banzerista echa ahora su influencia en la balanza para que el país retome el camino democrático.
La respuesta reside quizá en una tradición nacionalista militar a la que aún jefes digitados por el Pentágono u oficiales rangers entrenados en la zona del canal, como el teniente coronel Gary Prado, deben, teóricamente, respeto, porque integra de algún modo el conjunto ritual de las fuerzas armadas, como el uniforme del siglo XIX que usa la Guardia Presidencial o la veneración al mariscal Sucre, el discípulo de Bolívar, que guerreó hasta fundar la nación. Muchas veces, durante el transcurso de la expansión inglesa y norteamericana sobre las riquezas del país, el rasgo histórico del nacionalismo militar boliviano ha sido traicionado de hecho, pero ningún general golpista se ha atrevido nunca a tomar el poder sin confirmarlo, al menos verbalmente, como ideario. «Estamos haciendo aquello que él dijo siempre que quería hacer -decía Barrientos, de Paz Estenssoro, en 1965-. Estamos haciendo la reforma agraria con más fuerza que nunca.» En el Palacio Quemado, sede de Gobierno en La Paz, presiden la sala del Gabinete dos grandes óleos de los mayores Germán Busch y, Gualberto Villarroel (uno, suicida; otro, linchado en una conjura inspirada por la gran mintría), cuyos regímenes son considerados, por la mayoría de los bolivianos como hitos en el proceso de rescate del patrimonio nacional. Los Gobiernos cambian a menudo en Bolivia, pero nadie ha descolgado nunca esos retratos, porque Busch y Villarroel encaman el comienzo de una participación revulsiva de los militares en el interior del antiguo sistema oligárquico del país.
Durante la tercera década del siglo, ideologías y presiones de cambio fueron renovando violentamente a las sociedades. En La Haya, el idealista Stresseman declaraba que nunca más habría guerras ni explotación del hombre por el hombre. El IV Congreso de la Komintern revisaba su política anterior para adoptar una línea de apoyo a los movimientos de liberación en los países colonizados. Hechos nuevos detonaron entonces a lo largo de América del Sur: en Brasil, el nacionalista Getulio Vargas asumió el Gobierno; Sánchez Cerro derrotó en Perú al dictador Leguía y legalizó el APRA; Colombia inició, con Enrique Olaya Herrera, una etapa de legislación social; en Ecuador, un movimiento armado, instaló en el Gobierno a Isidro Ayora, que estimuló por primera vez la educación popular; en Chile, el general Carlos Ibáñez era obligado adejar la presidencia mediante vigorosas acciones de la oposición obrero-estudiantil, abriendo paso a un frente popular.
Esas transformaciones exteriores rodeaban en la década de 1930 a una Bolivia donde sólo tenía derecho a voto un 1,5% de la población total, y donde la ley obligaba a que un indio, antes de hablar a un «blanco», se arrodillase y le besara la mano. El país de entreguerras era apenas otra empresa del Superestado minero (el conjunto de las tres grandes empresas privadas, o Rosca)
En 1938, la revolución mexicana osó romper uno de los círculos encantados, de la sujeción imperialista y nacionalizó los hidrocarburos. Esa decisión del presidente y general Lázaro Cárdenas asombró al mundo; era la primera vez, se creía, que una república latinoamericana enfrentaba exitosamente; con una medida mayor, a los monopolios petroleros. Pero un año antes, en otro país del continente, otro general también en la presidencia había expulsado a la poderosa Standard Oil, anulado sus concesiones y nacionalizado los yacimientos. El geperal era. José David Toro; el país, la Bolivia de 1937, sumida aún en la crisis de la guerra del Chaco, donde había enfrentado a Paraguay desde 1932 a 1935.
La desastrosa conducción de la guerra por parte boliviana, debido al general Enrique Peñaranda y al inepto presidente Daniel Salamanca, fue creando en el Ejército boliviano una honda hostilidad hacia el poder civil, que hizo crisis en plena campaña. Varios oficiales, reunidos en tomo al ya prestigioso mayor Germán Busch, aprovecharon, en noviembre de 1934, una visita de Salamanca a la guarnición de Villa Montes para detenerlo allí y declararlo destituido. Un civil, Tejada Sorzano, ocupó provisoriamente la presidencia, pero poco después Busch lo sustituyó por el general Toro.
Desde 1916 había en Bolivia concesionarios extranjeros y locales con derecho a la prospección y explotación de yacimientos petrolíferos. Pero la presencia petralera foránea apareció con real importancia en 1920, cuando el Gobierno de José Gutiérrez Guerra otorgó a una sola firma -la norteamericana Richmond Levering- una concesión de tres millones de hectáreas. Un año después, la Richmond cedía uno de esos millones a la Standard Oil, de New Jersey, y lo mismo fueron haciendo con sus predios otras firmas pequeñas. Entre 1921 y 1930, los Gobiernos liberales de Bautista Saavedra y Fernando Siles otorgarían más concesiones.
En 1926 la Standard Oil disponía en Bolivia de siete millones de hectáreas en terrenos petrolíferos y en 1930 operaba ya varios pozos, mediante bajísimas regalías y con buenos rendimientos. A fines de la década, su expansión era tal que le hizo solicitar a Paraguay derechos de paso para introducir petróleo en territorio brasileño.
Su competidora europea, la Royal Dutch Shell -con yacimientos en Argentina-, presionó exitosamente a los paraguayos para que negaran el permiso. Pero, al mismo tiempo, aspiraba a operar en Bolivia, cuya riqueza en hidrocarburos prometía un gran futuro. A través de la flamante dictadura argentina del general José Uriburu (derrocador en 1930 del presidente constitucional Hipólito Yrigoyen, en un golpe que se dijo financiado desde Brasil), la Royal Dutch Shell armó desde allí al Gobierno paraguayo, para que planteara, por la fuerza, la reclamación de territorios en el Chaco, en el suroeste boliviano. La Standard Oil, en defensa de sus concesiones, utilizó como alfil defensivo al régimen de Salamanca y se llegó así, a través de intrigas fronterizas, al casus belli.
La competencia de ambos monopolios fue convertida, de ese modo, en una «guerra patriótica» por cuestiones de límites, pero la contienda tenía otros protagonistas secretos: si Paraguay vencía, la Royal Dutch Shell se apoderaría de los yacimientos bolivianos en el Chaco o convertiría a ese territorio en un puesto de control; si Bolivia, la parte agredida, obtenía la victoria, la Standard Oil aseguraba sus concesiones.
La guerra del Chaco, zanjada al fin mediante arbitraje internacional, se extinguió de hecho por cansancio social y ruina económica de ambos países contendientes. Paraguay tuvo 50.000 muertos y debió ceder dos tercios del territorio en disputa; Bolivia perdió 70.000 soldados y varios yacimientos ya prospectados. Los límites fronterizos no fueron modificados sustancialmente, pero la guerra modificó, sí, la mentalidad de sus protagonistas. Militares paraguayos y bolivianos recibieron allí una lección elemental y sangrenta; si había que morir por el petróleo, por lo menos que fuera propio.
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