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Tribuna
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Luto por la cultura

La pandemia ha desvelado la brutal desigualdad que condiciona el acceso al universo cultural

Amanda Mauri
Patio de butacas vacío del Teatro Cervantes de Alcalá de Henares (Madrid).
Patio de butacas vacío del Teatro Cervantes de Alcalá de Henares (Madrid). Samuel Sánchez

La ciudad convertida en crisálida, temporalmente suspendida entre la angustia y la sonrisa forzada. Así evocaba Laura Ferrero el escenario que la pandemia ha convertido en realidad. En estas páginas, la escritora reflexionaba sobre la positividad tóxica, esa tendencia peligrosa que tenemos de “enmascarar emociones como el dolor, la tristeza o el enfado” tras una consigna de optimismo constante. Al negarnos un espacio para hacer frente al malestar, para reconocerlo y expresarlo en todas sus ambivalencias, acabamos por sumirnos en un estado tramposo, una ilusión donde la felicidad se convierte en imperativo y donde nuestras emociones quedan veladas por una extraña anestesia. El letargo de la crisálida. El “trampantojo” de Ferrero.

El coronavirus ha desencadenado una crisis de salud mental. Nos faltan aquellos a quienes hemos perdido, pero también nos faltan estructuras emocionales para responder ante el dolor y el miedo. Los procesos de duelo son cruciales tras un acontecimiento traumático, necesitamos aprender a contar la pérdida, a compartirla. Conjurar los elementos menos positivos, menos alegres, menos productivos de nuestra vida, nos permite entablar diálogos honestos con nosotros mismos y, así, con otras personas. La cultura nos brinda la posibilidad de hacer justamente eso. El arte, en todas sus formas, crea puntos de encuentro, redes de comunidad donde buscar las palabras que nos faltan, exhibir las emociones que no entendemos, compartir los fantasmas que nos rondan. Lugares de diálogo y reflexión que, a veces, nos permiten palpar aquellas heridas que aún nos resulta demasiado doloroso abordar de otra forma.

En El año del pensamiento mágico, reeditado en 2019 con ilustraciones de Paula Bonet, la periodista estadounidense Joan Didion compone un lúcido y desgarrador ajuste de cuentas con su propio luto. El libro abre un espacio donde la autora puede llorar la muerte repentina de su marido. A medida que la narración avanza, se desvela una pérdida no anunciada. El libro esconde otra muerte, la de su hija. Para ésta, la autora apenas tiene palabras. Apoyándose en un duelo para poder concebir el otro, Didion va tejiendo una colcha de palabras y silencios, un manto de memoria para arropar la ausencia. “Hasta entonces sólo había podido experimentar dolor, no duelo. El dolor era pasivo. El dolor ocurría. El duelo, el acto de manejar ese dolor, requería atención”.

El duelo literario de Didion es un ejemplo de cómo la creación cultural nos ayuda a nombrar lo innombrable. Éste es también el caso de la obra fotográfica de Laia Abril, cuyo último trabajo, On Rape, vuelve a las galerías tras el confinamiento. Abril construye una narrativa visual en torno a la violencia sexual, el dolor y la denuncia silenciada. Las fotografías muestran objetos y prendas en blanco y negro. La conexión entre las imágenes y su significado se completa con fragmentos de texto. Una hoja de burundanga es el retrato del caso de La Manada; un vestido nupcial, el de la impunidad de la violación dentro de la institución familiar. On Rape tiene parte de luto, pero también de denuncia, de rabia legítima, de justicia poética y de búsqueda de comunidad. El duelo no va sólo de hacer las paces con el dolor, a veces necesitamos hacer la guerra, convertir ese dolor en resistencia colectiva.

La cultura nos puede ayudar a crear nuevas formas de expresión y diálogo, siempre que apostemos por ella. “Somos cultura, queremos trabajar”, afirmaron las protestas convocadas por Alerta Roja. Compuesto de forma transversal por distintas asociaciones, el movimiento tomó las calles de las principales ciudades del país en demanda de medidas urgentes para responder ante la falta de recursos a la que se enfrenta el sector. La crisis sanitaria ha provocado cancelaciones, limitaciones de aforo, cierres indefinidos… Pero el coronavirus no es el origen del mal, sólo ha hecho más visible el desprecio con el que tratamos a la cultura. ¿Qué otra explicación podría tener el cerrar salas de cine y teatro, donde cada visitante permanece quieto y con mascarilla puesta, donde además puede asegurarse fácilmente el cumplimiento con el protocolo de seguridad y controlarse el aforo, mientras otros espacios de ocio permanecen abiertos?

La pandemia ha puesto de manifiesto la precariedad de la producción artística, pero también ha desvelado la brutal desigualdad que condiciona el acceso a la cultura. Las videoconferencias mostrando estanterías repletas de libros en pisos bien iluminados son sólo la punta del iceberg. ¿Quién ha podido aprovechar el encierro para ponerse al día con su lista de lecturas pendientes? ¿Quién ha tenido el tiempo para suscribirse al canal de vídeos del Macba o a los cursos online del Museo del Prado? ¿Quién ha llegado? ¿Quién se ha quedado, una vez más, fuera? El capital cultural no es universal. Como sociedad, ese debe parecernos un fracaso imperdonable. Porque, sin cultura, la vida se asemeja a esa sensación que describe Didion: la condena a un dolor sin duelo.

Amanda Mauri es investigadora feminista. MSc en Estudios de Género por la London School of Economics.

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