Todo irá bien
El afán de ser siempre positivos se vuelve negativo cuando enmascara el dolor, la tristeza o el enfado
Las frases dicen cosas parecidas: “lo mejor está por venir”, “la felicidad es compartir este ratito juntos”, “sois héroes”, “te echábamos de menos” o “todo irá bien”. Pero son frases deslucidas por el sol de finales de verano y, sobre todo, por la propia realidad, que apunta hacia otros lugares mucho menos esperanzadores. Sin embargo, mientras avanzo calle abajo reprimo las quejas, y me repito a mí misma que saldremos de esta aunque no sepa qué significa ni a qué precio.
De un tiempo a esta parte me fijo en estos eslóganes que empapelan el barrio en el que vivo y que me sobrevienen en cualquier momento. Cuando, por ejemplo, sentada en el bar, termino el zumo de naranja y asoma en el fondo del vaso, entre esos grumos, hilos y tropezones que la marca anuncia como 100% naturales, un mensaje. Cuando pido la cuenta y, sorprendida, me fijo en que, en el membrete, otro mensaje similar se dirige a mí entre exclamaciones. O cuando salgo de la cafetería y observo los corazones dibujados sobre las cristaleras, y, entre ellos, insiste esa misma frase que corona la cuenta, por si no había quedado claro la primera vez. El barrio, silencioso, los comercios cerrados y no solo por el simulacro del verano, me recuerda a un decorado: todo parece real y, sin embargo, cuanto más te acercas más se intuyen las paredes huecas, el truco, el trampantojo.
Entonces me digo que fingir que las cosas van o irán bien es un privilegio que no todos tenemos. En última instancia, algunas frases bienintencionadas como este “todo irá bien” apuntan a que no hay ningún problema que deberías atajar ahora mismo. Mantener una actitud positiva sirve hasta el punto exacto en que esa misma actitud imposibilita el diálogo y la reflexión. Además, esta insistencia excesiva e ineficaz de estar feliz y optimista si te quedas sin trabajo, se te acaba la ayuda que te permitía llegar a fin de mes, tienes que cerrar ese bar que abriste con tanta ilusión o te quedas sin la posibilidad de despedirte de tus seres queridos logra, justamente, lo contrario: que te sientas aún más infeliz.
Existe un término para esto: positividad tóxica, y se explica mediante el siguiente principio: ser siempre positivos se vuelve negativo cuando esta actitud se usa para enmascarar emociones como el dolor, la tristeza o el enfado. Aparentemente, todos estos eslóganes no son más que frases bonitas y motivadoras que pretenden ayudar a la gente a salir adelante, pero la clave está en el adverbio, en ese “aparentemente”. A veces ocurre que determinados mensajes, repetidos en bucle, niegan un sentimiento muy real de desesperación y desesperanza, lo que solo consigue alienar y aislar a los que están sufriendo más.
Leía estos días la impresionante Habla, memoria, de Vladimir Nabokov, en la que dedica un considerable número de páginas a hablar de su amor por las mariposas y polillas. Cuenta que más allá de su admiración por lo intrincado de los dibujos de sus alas, de las coloridas combinaciones de tonalidades o del ángulo perfecto con el que planean determinados lepidópteros, lo que verdaderamente impresiona al escritor ruso son los misterios del mimetismo. Cuando una mariposa tiene que parecer una hoja, no solamente imita de forma bellísima hasta el último de los detalles, sino que logra, además, cubrirse de máculas en forma de burbuja que reproducen las marcas de los agujeros perforados por los gusanos. El engaño surge porque imitan la perfección, pero también la destrucción.
Si bien el mimetismo y el camuflaje son mecanismos utilizados por algunos animales para protegerse de los depredadores, a veces ocurre que la solución se termina convirtiendo en parte del problema. Por eso pensaba en lo mucho que nos parecemos a estas mariposas que, aterradas, para defenderse, logran confundirse con las hojas agujereadas de las plantas. Pensaba también en lo fácil que es olvidarse de que los mecanismos de defensa sirven para la vida, pero no son la vida.
A pesar de que mantener una actitud positiva ayuda, no viene mal recordar que, varios siglos atrás, Aristóteles alertó sobre lo malo de quedarse atrapado en los extremos: la virtud está más bien en el centro, en este caso en algún punto desconocido entre el positivismo tóxico y el catastrofismo más agorero. Pero últimamente son muchas las veces en que me sorprendo a mí misma convirtiéndome en hoja, desapareciendo tras los eslóganes de una ciudad silenciosa. Pero no digo nada, y entonces me traen el zumo de naranja y, cuando lo termino, leo de nuevo, bajo los grumos y los hilos de fruta, el mensaje encerrado en el fondo del vaso. Sonrío, pago, salgo fuera. Todo irá bien y mi ciudad de verano me recibe detenida en el fingimiento. Pero no. Insisto: no voy a decir nada. Tampoco que últimamente la vida me recuerda a esa película en la que el bueno de Jim Carrey soñaba con salir del decorado, pero cuando lo lograba quizás ya era tarde.
Laura Ferrero es periodista y escritora. Su última novela es Qué vas a hacer con el resto de tu vida (Alfaguara).
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