Breve guía para entender al inasible Alberto Fernández
Un concepto central para comprender al nuevo presidente argentino consiste en asimilar que rara vez responde una pregunta sencilla pero conflictiva con un “sí” o con un “no”
Hace pocos días, el Financial Times definió al presidente argentino Alberto Fernández como un “pragmatic leftist”, esto es, un izquierdista pragmático. Esa combinación puede servir para un barrido o un fregado, según en qué proporciones se combinen el “leftist” con el “pragmatic”. En cualquier caso, tal vez una guía para entender a Fernández sea observar cómo se comporta respecto de la Venezuela de Nicolás Maduro, un desafío que aclara mucho sobre los valores y los alineamientos políticos de los gobiernos latinoamericanos.
Como se sabe, Alberto Fernández llegó al poder ungido por su actual vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, quien fue a su vez presidenta de la Argentina entre 2008 y 2015. Es injusto sostener que Cristina era chavista porque, a diferencia de lo ocurrido en Venezuela, cuando ella gobernaba en la Argentina no hubo exiliados, ni presos políticos, ni torturas, ni se cerraron medios de comunicación y las elecciones se desarrollaron con normalidad, a tal punto que ella fue sucedida por Mauricio Macri, un opositor.
Pero Cristina nunca criticó las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, y muchos de sus partidarios se declaran todavía hoy, con el agua que ha corrido bajo el puente, simpatizantes de lo que denominan “revolución bolivariana”. Alberto Fernández rompió con Cristina cuando ella era presidenta. Luego se amigaron y así llegó él a la Casa Rosada. Venezuela era una gran incógnita: ¿apoyaría también Fernández al dictador Nicolás Maduro?
Un concepto central para entender al nuevo presidente argentino consiste en entender que rara vez responde una pregunta sencilla pero conflictiva con un “sí” o con un “no”. En general, son “sí, peros”, que, según quién sea el interlocutor, rápidamente pueden transformarse en “no, peros”. Y eso es lo que ocurre en la relación con Venezuela.
Hace un par de semanas, el representante argentino en el Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos respaldó el informe producido por el equipo de la chilena Michelle Bachelet acerca de lo que ocurre en Venezuela. Ese informe manifiesta preocupación por segunda vez debido a la existencia de torturas, presos políticos y persecución a opositores. La posición argentina fue destacada en la prensa como un cambio de posición respecto de la historia reciente de Cristina Kirchner y los suyos.
Entonces, Alberto Fernández se apresuró a aclarar que él consideraba legítimo al Gobierno venezolano, que está en desacuerdo con cualquier intervención extranjera, y que Venezuela debería volver a la democracia. O sea: hay democracia, el Gobierno es legítimo, pero la democracia debe volver, y no debe haber intervención. ¿Parece confuso? Esto recién empieza.
Unos días después, el canciller de Fernández, Felipe Solá, consideró que es difícil sostener que existe la democracia en Venezuela. “El Gobierno de Venezuela es autoritario. De eso no hay dudas. Hay una gran facilidad para meter presos políticos. A algunos los sueltan, y a otros no.”, dijo. Pero, inmediatamente: “El Gobierno es legítimo. Venezuela está muy golpeada por el precio del petróleo y los bloqueos y sanciones que sufre”. Luego, la embajadora designada en Moscú, pocos minutos después, manifestó su desacuerdo. “Es rarísimo que el canciller siga machacando sobre Venezuela”.
¿Entonces? ¿Pragmatic? ¿Leftist? ¿Cuánto de una cosa y cuánto de la otra?
Si uno despega las confusiones que produce tanto zigzagueo, puede entender dos cosas. La primera es que la posición de Fernández no coincide con la de Cristina Fernández, porque no aparece alineado con el régimen de Maduro. Pero tampoco es la de Mauricio Macri, porque no cumple las exigencias de Trump. Como lo hubiera hecho Macri y a diferencia de Cristina, Fernández se abrazó con el israelí Benjamin Netanyahu. Como lo hubiera hecho Cristina y a diferencia de Macri, le dio asilo al boliviano Evo Morales.
La segunda clave, y esto trasciende a la política exterior, es que el zigzagueo es un método de acción política que intenta conseguir consenso por medio de la búsqueda de posiciones intermedias. Bien manejado el entuerto, la posición frente a Venezuela puede convencer a un demócrata, porque plantea el problema de los derechos humanos, y a un madurista, porque se opone a una intervención. Mal manejado, puede enojar a ambos. En general, para unos y otros, Fernández aplica un tono sereno, y nunca rompe del todo. Pero, a veces, levanta la voz, porque tampoco es cuestión de ser extremos en la moderación y el diálogo.
Sobre casi todos los temas, Fernández es así: capitalismo, negociación de la deuda externa, mercado, Estado, déficit fiscal, relación con la Justicia. “Sí, peros” que se transforman en “no, peros”, y al revés. Cada párrafo del presidente obliga a complejas interpretaciones, y mucho más cuando al rato aparece otro párrafo que parece decir lo contrario.
O sea, que el “pragmatic”, la mayoría de las veces, le gana al “dogmatic”. Pero por muy poquito. Y el “leftist” al “rightist”. Pero ahí nomás. Y en cualquier momento, puede pasar lo contrario.
En alguna medida, el estilo Fernández ha logrado cierta distensión, porque fue capaz de dialogar con la oposición, muchos de cuyos líderes valoran sus gestos de conciliación. En un país acostumbrado a los fracasos de los extremos y a la polarización, es toda una novedad. Fernández no odia a nadie. Aunque en cualquier momento puede odiar a alguno.
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