Hacer rendir cuentas a quienes actúan a la luz… y a la sombra
Si sabemos que se producen abusos de poder de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que actúan a la luz del día, no debemos esperar algo diferente los que actúan bajo la cortina del secreto
El asesinato de George Floyd a manos del agente de policía Derek Chauvin no solo ha vuelto a poner de relieve el racismo sistémico que caracteriza a la sociedad norteamericana. La inicial tibieza en la reacción del departamento de policía de Minneapolis también manifestó una segunda cuestión: la escasa y defectuosa rendición de cuentas de la policía municipal, sin la cual no pueden entenderse la celeridad e intensidad de las protestas. Si bien sería equivocado asumir que los problemas de Estados Unidos son idénticos a los de España, Francia o Reino Unido, erraríamos al pensar que estamos exentos de este vicio. No en vano, nuestro país ha sido repetidamente condenado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por no investigar torturas, una impunidad que ONG como Amnistía Internacional llevan años denunciando.
El asesinato de Floyd resultó particularmente efectivo a la hora de movilizar a la población debido a que sus ocho minutos y cuarenta y seis segundos de agonía, así como la violencia o pasividad de los agentes, fueron capturados en video por un viandante. No obstante, no deberíamos limitar la crítica y análisis a aquello que sucede exclusivamente ante nuestros ojos. Hoy sabemos, gracias al coraje de denunciantes como Edward Snowden o Chelsea Manning, que desde el recrudecimiento de la llamada “guerra contra el terror” las democracias liberales occidentales han colaborado para burlar el Estado de derecho y el derecho internacional para desplegar una miríada de políticas de seguridad iliberales. Pese a que suceden a espaldas de la opinión pública, estas prácticas no son necesariamente menos violentas ni racistas que el asesinato de Floyd. Van desde asesinatos sumarios y sus “víctimas colaterales”, hasta secuestros y entregas extrajudiciales para obtener información a partir de torturas, pasando por violaciones masivas de derechos fundamentales en territorio europeo.
Consideremos, por ejemplo, el caso de Jaled el Masri. Este ciudadano alemán fue secuestrado por los servicios de inteligencia de Macedonia en 2003 al confundirlo con un terrorista cuando volvía de unas vacaciones en ese país. Posteriormente fue entregado a la Agencia Central de Inteligencia de EE UU (CIA), que lo transportó a un centro clandestino de detención en Afganistán. Tras cuatro meses de constantes interrogatorios y torturas (entre la que se incluían golpes, sodomizaciones y otros tratos degradantes), la agencia de inteligencia reparó en su error. No obstante, en lugar de ofrecer una reparación y ordenar una investigación interna, la CIA abandonó a El-Masri en un bosque en Albania. Tras una odisea con la policía albana, que lo acusó de entrada ilegal a ese país, logró volver con su mujer, quien tras tantos meses sin saber de él asumió haber sido abandonada.
Ni los servicios de inteligencia macedonios, ni la CIA, ni ninguno de sus homólogos europeos —sin los cuales estas prácticas no serían posibles— ordenaron una investigación interna. Asimismo, se cuidaron de esconder los hechos de la ya extremadamente frágil rendición de cuentas parlamentaria. La única reparación llegó en 2012, cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconoció los hechos como tortura, y condenó al estado macedonio a pagar una compensación de 60.000 euros a El-Masri.
Este es solo un ejemplo entre muchos, pero pone de relieve dos cuestiones. En primer lugar, que si vemos y sabemos que se producen abusos de poder de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que actúan a la luz del día, no debemos pecar de inocentes y esperar algo diferente de aquellos que, por definición, actúan bajo la cortina del secreto. En segundo lugar, es un error esperar a que se produzca una rendición de cuentas interna por parte de los servicios secretos de inteligencia. Tal y como sucede con la policía, estos servicios, y con frecuencia quienes lo dirigen, siempre tenderán a cubrirse las espaldas. Hoy, por ejemplo, seguimos sin saber hasta qué punto colaboró el Gobierno de José María Aznar con los abusos cometidos en el marco de las entregas extrajudiciales de la CIA, o si el Centro Nacional de Inteligencia español (CNI) colaboró con la Agencia Nacional de Inteligencia norteamericana (NSA) en el espionaje de millones de españoles (como sí sabemos que hicieron sus homólogos alemanes y británicos). En consecuencia, es fundamental presionar para que se lleve a cabo una reforma —nacional e internacional— que asegure un control y una rendición de cuentas efectivos.
Es el Estado de derecho y sus garantías lo que está en juego. En este momento en el que afrontamos como sociedad un complejo debate sobre la rendición de cuentas de la policía (aquellos que actúan a la luz del día), no debemos olvidarnos de alcanzar, igualmente, un estricto control democrático de los servicios de inteligencia (aquellos que actúan en la sombra).
Bernardino León Reyes es doctorando y profesor ayudante en SciencesPo, e investigador en “GUARDINT”, proyecto sobre el control de los servicios de inteligencia en Europa.
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