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Libros
Columna
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Cada quien sus obsesiones

Hay quienes están obsesionados con el libro como objeto, quienes lo están con la edad de un ejemplar, es decir, con los libros antiguos, y quienes entregan su obsesión a los volúmenes que están o han estado prohibidos

Una adolescente durmiendo con un gran libro sobre ella.
Una adolescente durmiendo con un gran libro sobre ella.Getty Images
Emiliano Monge

Sin sus obsesiones, la gente es soporífera, sugiere Virginia Woolf en sus diarios. Más tarde, la escritora inglesa se reafirma: lo único que siempre quiso respetar fueron las obsesiones de los demás.

Como en tantos otros asuntos, Virginia Woolf tenía razón: a fin de cuentas, nuestras obsesiones también son los rasgos de particularidad que nos permitimos mostrar ante los otros. Las grietas, pues, a través de las cuales cualquiera puede asomarse a la esencia de aquel que se tiene delante, sin importar que se trate de alguien con el que se comparte un modo de ver, sentir y estar o de alguien con el que no se comparte nada.

No existe un solo ser humano que no haya sido secuestrado, en algún momento, por una o varias obsesiones, que no haya experimentado —si se prefiere gozar o padecer, depende de otro rasgo del carácter— de ese instante en el que el mundo se transforma en un embudo por el que solo pasa una idea, un sentimiento, un objeto u otro ser.

Démosle vuelta al asunto y mirémoslo un instante del revés: sin ese embudo, sin esas grietas, sin esas obsesiones, pues, qué quedaría de cada uno de nosotros, además de la semejanza, de la completa y total asimilación. Nuestro mundo no sería, entonces, sino el sueño más húmedo entre los sueños de Pol Pot. Y nuestra relación con los demás, pero también con nosotros mismos, no contemplaría nuestras falacias lógicas.

—Hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, los ingenieros de los ejércitos aliados, preocupados por la cantidad de aviones que perdían en combate y agotados de revisar y de estudiar, siempre en vano, los bombarderos que conseguían atravesar las líneas enemigas y volver a salvo a sus bases, decidieron revestir su flota aérea con nuevas armaduras, armaduras que habrían de proteger a sus aviones justo ahí donde estos habían sido mayormente castigados por los nazis.

El resultado de las nuevas armaduras, sin embargo, fue el mismo: se perdía y volvía un número casi idéntico de aviones que antes. Fue entonces que los ingenieros solicitaron el apoyo del matemático Abraham Wald, quien cambiaría el destino de la guerra, aseverando que lo importante no eran los aviones que volvían, sino aquellos que no lo conseguían. En vez de reforzar el fuselaje marcado por el fuego enemigo, había que reforzar el que no mostraba marca alguna, pues era ese el fundamental. Así nació el sesgo de supervivencia, que hoy es el exponente máximo de la falacia lógica—.

De entre las muchas obsesiones que tengo, es decir, de entre mis propios sesgos de supervivencia, que no son sino la mejor manera que hay de descubrirse, sin tener que describirse, el que más disfruto es aquel que me obliga a buscar —diría incluso que a rastrear, como rastrean los animales de presa o como hacía la propia Virginia Woolf— libros usados, ejemplares viejos, volúmenes que hayan pasado por la mayor cantidad posible de lectores y de manos, no tanto porque me guste coleccionarlos como objetos o porque me interesen las primeras o segundas ediciones, sino porque soy adicto a los subrayados, a las anotaciones, a las marcas, en general, de los demás.

Hay quienes están obsesionados con el libro como objeto, quienes lo están con la edad de un ejemplar, es decir, con los libros antiguos, y quienes entregan su obsesión a los volúmenes que están o han estado prohibidos, así como hay quienes se obsesionan con los libros que guardan algún error de edición o con los testigos, troballes o tripas, que son aquellos objetos que de tanto en tanto aparecen entre las páginas de un ejemplar: una fotografía, una postal, una flor seca, un dibujo... Mi embudo, sin embargo, es otro, mi embudo, ya lo dije, son las grietas que me dejan ver a través de los demás, esos otros que también fueron lectores de ese mismo ejemplar que de repente está en mis manos y que nunca es, claro está, un libro al azar.

Busco, rastreo a los lectores de los libros que también a mí me obsesionaron y dejo que mi embudo se recree en el del otro, que mis grietas se traslapen con las de ese alguien más: una palabra entre corchetes, uno o más renglones subrayados, un párrafo atrapado en un recuadro que fue marcado con la misma emoción con la que yo lo habría marcado, o una página recargada sobre una línea que la prisa de otra mano trazó ahí, cayendo verticalmente al tiempo que aquello que marcaba caía dentro del subrayante. Se trata, lo sé, de una obsesión que no conduce más que a un placer efímero, que dura apenas nada, que tiene, por decirlo de otro modo, un clímax meramente instantáneo.

—Según el Diccionario Cambridge, el significado de la palabra bathos es el siguiente: “transición abrupta de lo exaltado a lo común, que por lo general produce un efecto ridículo. Aunque a menudo es involuntario, el bathos también puede ser utilizado para generar un efecto o un giro humorístico. Cuando el bathos resulta evidente, se debe describir como burlesco o simuladamente heroico. El bathos no debe confundirse con el pathos, que es un modo de persuasión dentro de la retórica destinado, mayoritariamente, a suscitar emociones de simpatía y compasión”.

Utilizado por primera vez por Alexander Pope (pero señalado, curiosamente, por el padre de Virginia Woolf), el bathos nació para describir un intento divertida o patéticamente fallido de la grandeza artística. Con el paso de los siglos, sin embargo, el bathos pasó a ser utilizado, fundamentalmente, para referirse a un anticlímax, es decir, para apuntar el tránsito de lo sublime a lo común y corriente, en otras palabras, a lo ordinario, que es lo mismo que decir de lo elevado a lo vulgar—.

La verdad, pensándolo bien, asumiéndolo, pues, mi obsesión, mi embudo personal, mi sesgo de supervivencia, no sea sino ese bathos. Nada que ver pues ni con los libros que rastreo como animal ni con las marcas que otros han dejado en estos ni con las grietas que presuntamente me permiten asomarme al interior de aquellos que parecían compartir conmigo determinadas falacias lógicas.

De entre todas las obsesiones que tengo, de entre todas las maneras que he encontrado de descubrirme sin tener que describirme, entonces, la que más disfruto es el bathos, el anticlímax de encontrar algo cuyo placer apenas dura un segundo, el paso veloz de lo que deseaba sublime y en realidad era ordinario.

Eso explicaría, por ejemplo, que me guste tanto leer los diarios de Virginia Woolf, donde el bathos de alguna de sus obsesiones marca el comienzo de todos sus descensos al infierno: justo antes de cada periodo de locura hay un anticlímax específico y efímero. Como también explica, por ejemplo, por qué gocé tanto, hace tan solo unos meses, al encontrar, dentro de un libro de Revueltas, un ensayo —tres hojas, por ambos lados— escrito a mano, en hermosa letra manuscrita, con tinta azul y fechado en 1981.

Y es que ya no sé si lo que gocé fue pensar —tras la primera lectura— que aquel era un ensayo genial o —tras mi segunda lectura— que era un ensayo común y corriente. El asunto, sin embargo, es este: mi obsesión es caer, siempre, de lo sublime a lo ordinario. Incluso si el riesgo es descender un tiempo al imperio de la decepción.

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