Einstein, las redes y nuestra narcotización
Si el presente se desvanece, como en las redes sociales, si las causas y los efectos son intercambiables, qué necesidad hay de darle su sitio y de conocer el pasado
El tiempo de las redes sociales destruiría todos los sueños de Einstein.
Bueno, igual y no todos, si hacemos caso a lo que escribe Alan Lightman en su inclasificable Los sueños de Einstein.
Es 1905, el físico alemán vive en Suiza y trabaja como burócrata en una anodina, pero deprimente oficina de patentes, mientras da forma, en su imaginación, a la teoría de la relatividad.
Es entonces que esa otra imaginación, la de Lightman —físico teórico, novelista y profesor en el MIT—, decide inmiscuirse y escribir sobre los sueños que Einstein habría tenido durante las noches que dividieron los casi 80 días que el alemán necesitó para tener lista su concepción del tiempo.
Cada dos, tres o cuatro noches, un mundo en el que el tiempo se rige, es decir, tiene un modo de transcurrir diferente: un lugar en cuyo centro de las gotas de lluvia cuelgan inmóviles, los péndulos flotan a medio vaivén, los botones de las flores no acaban de abrir y quien se aleja de ahí camina cada vez más un poco más deprisa, pues el tiempo viaja en círculos concéntricos, hacia el exterior.
Un lugar en el que todo parece ser igual al mundo en el que vivimos, salvo por un detalle: no se puede leer, no se puede platicar, no se puede atravesar una calle o pasear por un parque sin ver el paso del tiempo, porque el tiempo es visible en todas partes; un lugar en el que el tiempo es doble o, más bien, hay dos tiempos: uno mecánico y otro corporal, uno rígido como metal y otro flexible como papel mojado, uno predeterminado y otro que decide “sobre la marcha”.
Un lugar en donde el tiempo es como un flujo de agua que, de tanto en tanto, encuentra una piedra que hace que un riachuelo de tiempo se separe de la corriente principal y se conecte, de nuevo, más atrás o más adelante; un lugar en donde el tiempo transcurre más aprisa en tanto más cerca se está del centro del planeta, por lo que todos los seres humanos buscan la cima de las montañas; un lugar en el que se conoce de antemano el día en el que el tiempo habrá de terminarse; un lugar en el que el tiempo se detiene en el momento en el que somos más felices.
Un lugar en el que todo transcurre, de manera simultánea, en tres cadenas de acontecimientos, pues el tiempo tiene tres dimensiones, como el espacio: del mismo modo que un objeto puede moverse horizontal, vertical y longitudinalmente, un ser puede participar de tres futuros perpendiculares —cada devenir es, en realidad, tres devenires, por ejemplo: casarse, fugarse con un amante y volverse célibe—; un lugar en el que no existen los recuerdos; un lugar en el que no se cuenta con la capacidad de imaginar el futuro. Y, por supuesto, un lugar en el que las causas y los efectos son totalmente erráticos.
Este último —el del lugar en donde las causas y los efectos son erráticos, es decir, donde a veces las primeras preceden a los segundos, pero, otras veces, los segundos preceden a las primeras, el lugar donde la causa puede pertenecer al futuro tanto como el efecto puede pertenecer al pasado y donde, por lo tanto, futuro y pasado están entrelazados— es el sueño de Einstein que no podrían destruir las redes sociales. Y no podrían destruirlo porque se destruirían a sí mismas: las redes sociales son ese lugar, ese mundo en donde las causas y los efectos siempre son erráticos: lo que alguien escribe, puede haberlo leído antes quien apenas habrá de leerlo; lo que se lee, puede leerse incluso antes de que lo escriba quien habrá de escribirlo.
En ese lugar, en ese mundo en el que el juicio se desvanece junto con el presente pues solo existen el prejuicio e, increíblemente, una suerte de postjuicio —sin importar ni tan siquiera cuál de aquellos acontece primero y cuál acontece después, es decir, sin importar que, por ejemplo, el postjuicio suceda antes que el prejuicio—, en ese mundo que Einstein, decía, habría soñado el 3 de mayo de 1905 —siempre según Lightman— y al que nosotros habríamos dado vida y autonomía casi un siglo después, por ejemplo, las cosas solo suceden sin explicación, sin retrospectiva y, peor aún, sin imprevisibilidad ni impredecibilidad alguna.
“En este mundo sin causa los científicos están indefensos. Sus predicciones se convierten siempre en postulaciones. Sus ecuaciones, siempre, en justificaciones, su lógica en falta de lógica. Los científicos se inquietan y maldicen como jugadores que no pueden dejar de apostar. Los científicos se convierten en bufones, no tanto porque sean racionales como porque el universo es irracional. O quizá no porque el universo sea irracional, sino porque ellos son racionales. ¿Quién podría decir cuál es el caso en un mundo sin causa?”.
Si el presente se desvanece, como en las redes sociales, si las causas y los efectos son intercambiables, qué necesidad hay de darle su sitio y de conocer el pasado y qué necesidad hay, igualmente, de darle su sitio y de medir las consecuencias. Al final, importan solo el prejuicio y el postjuicio, o el postjuicio y el prejuicio, pues no es tampoco que entre estos exista orden alguno: lo que dirás, ya decidió, quien lo escuchó de antemano, qué significará.
Por supuesto, un tiempo sin presente, de cierto modo y siguiendo a Laurent de Sutter, en su libro Narcocapitalismo (la sociedad de la anestesia) —en México es normal que, al leer una palabra como esta, es decir, narcocapitalismo, se piense en la economía del narcotráfico, pero de Sutter se refiere al capitalismo de la narcotización del sujeto— es un tiempo excitado —ex-citare, significa llevar “fuera de sí”—.
Un tiempo, pues, que busca expulsar al ser de los límites propios del ser, mediante una ecuación tan perversa como precisa, en la cual, además, se reafirma la falta de lógica entre efectos y causas: narcotizados, por una substancia u otra, desde hace más de dos siglos, los seres permanecemos en estado depresivo o maníaco.
Y no hay, no existe mejor espacio para la excitación, es decir, para nuestra parte “fuera de sí”, para nuestra parte maniaca, que el de las redes, donde el individuo, otra vez, “fuera de sí”, se convierte, primero, en cualquiera y, después, en ninguno.
A fin de cuentas, el espacio que Einstein soñó un 3 de mayo de hace 116 años, también era el del paso de la ontología a su contrario.
Una antiontología en la que, el abandono del ser, es la única característica.
La única causa en un mundo sin causas.
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